jueves, 28 de diciembre de 2017

Un corazon no tan sencillo


Treinta años tardó en darles su forma definitiva. Así que no será sino en 1877, casi al final de su vida, cuando publicó Flaubert sus Tres Cuentos, tres piezas aparentemente muy diferentes, si nos limitamos a considerar el marco temporal en el que transcurren, pero que en las que no dejarán de resonar temas muy parecidos, como tendremos ocasión de ver. Temas que siguen siendo de la mayor importancia. De eso va este breve artículo.

De entrada, una de las cosas que más impresionan al leer Un corazón sencillo, y es algo que pasa también con algunos de sus otros trabajos más emblemáticos como Mme. Bovary o Bouvard y Pecuchet, es la estridente desproporción que se da entre la intensidad y sentido del drama con el que sus personajes centrales viven sus pasiones... y la mezquindad y poca cosa que resultan ser los objetos a través de los cuales se materializa dicha pasión.
Que Felicité, la protagonista del cuento, sea capaz de pasarse una noche entera llorando sola en el campo1 y que dé un giro radical a su vida abandonando su trabajo y su aldea da una medida de su capacidad para amar y para emocionarse.
Pero una vez entendida la medida de esa pasión, y aquí es donde Flaubert revela su poética más específica, empieza a llamarnos poderosamente la atención que el objeto de pasión tan tronante haya podido ser un mozo tan banal y prescindible como el bueno de Teodoro, un claro trasunto de Charles Bovary, que el narrador, sin esforzarse por ser cruel, nos ha mostrado en dos pinceladas como una criatura verbosa, cobarde y tornadiza.

Lo primero, la capacidad de amar de Felicité, nos la hace cercana, casi entrañable, nos hace reconocernos en ella. Felicité c'est moi, como diría una entrada en el diccionario para idiotas del mismo Flaubert. Ahora bien, la constatación de lo segundo, de la desproporción del objeto de la pasión con la pasión misma, acaba por caracterizar a Felicité como un personaje un tanto patético, un poco como si se tratara de la parodia de un personaje verdaderamente dramático... y eso sólo puede ir a peor.

E ir a peor es lo que sucede y no deja de suceder a lo largo del cuento. A la fallida pasión por Teodoro le sigue un breve e interrumpido arrobamiento por los hijos de Mme Aubain -hasta que ésta le prohibe besarlos a cada rato- después por el sobrino marinero y al cabo por el loro Lulú, primero como criatura viva y finalmente incluso como objeto de devoción disecado. Lulú en ambas versiones es fundamental por cuanto, al irnos acercando a las páginas finales del relato, se muestra muy a las claras justo esa desproporción entre estratos de la que estamos hablando, asumiendo la posición central del gran objeto de pasión en su rol de espiritu santo relleno de serrín2.

Este tema, este gran tema ya no del desacoplamiento -que ese es otro- sino el de la desproporción es uno de los temas centrales en la modernidad. Todo es como si en este mundo improvisado y chapucero ya no hubiera objetos situados a la altura de nuestras pasiones y nuestras exigencias de trascendencia, las que nos permiten pasar de un estrato a otro, convertir -como quería Vigotsky- lo interpersonal en intrapersonal y viceversa. En una sociedad bien tramada podría pensarse que los hombres y las mujeres tienen el gobierno y la poesía que se merecen... y saben dar buena cuenta de ella. Ahora bien, en la modernidad burguesa todo sucede como si hubiera una falla, una enorme quiebra entre los repertorios de objetos a los que podemos recurrir y la inteligencia y la sensibilidad con la que podemos hacernos cargo de ellos. Así las pasiones son tan grandes y arrebatadoras como siempre pueden haberlo sido, pero la pequeñez y torpeza de los objetos en los que las apoyamos nos hacen parecer imbéciles o algo peor.

¿No es esto, por otro lado, lo que también acontece con Quijote? ¿No muestra nuestro caballero, entre otras muchas cosas sin duda, la triste figura de quien se ve obligado a atender lo alto de sus miras y anhelos mediante las bajezas con las que tropieza a cada paso?

Y está bien, muy bien, aquí hablar de lo alto y lo bajo, porque de este modo podremos llevar el análisis de esta desproporción tan característica al terreno que hemos ido construyendo gracias a la teoría de estratos y al cuadro de necesidades esbozado por Max-Neef.
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Creación, Identidad, Libertad
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Entendimiento, Ocio, Participación
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Subsistencia, Protección, Afecto
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El cuento nos muestra así lo que sucede cuando pretendemos atender lo alto -lo sublime de una pasión en todo su poder- mediante lo bajo, o mejor dicho: lo cada vez más bajo: así de un novio tornadizo, cuyo juego aun podría ser una decente pareja de baile de la pasión de Felicité pasamos a un sobrino con tendencias al naufragio y finalmente a un loro mal disecado al que se le sale el relleno... así se completa el descenso de los objetos de la pasión de Felicité desde el estrato de lo social-objetivado hasta los más bajos fondos del estrato de lo inorgánico.
Acaso la evolución de esta correlación podría verse reflejada en el decurso que va de Fortuna Minor a Amissio llegando finalmente -con el loro ya disecado- a Carcer

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Esta disposición de estratos se repite en multitud de relatos, hasta el punto incluso de ser una constante seguramente en la historia de la literatura y de los recursos artísticos en general3. Tanto es así que este atender lo alto mediante lo bajo acaso esté en el origen mismo de lo paródico.

El arte de Flaubert, y con esto nos iremos adentrando en los dominios de lo categorial, se nos muestra justo en esa capacidad para mostrarnos cómo en sus personajes centrales -de Frederic Moureau o Mme. Bovary a la misma Felicité- conviven los más elevados designios y disposiciones junto con un repertorio de objetos y procedimientos que no pueden sino conducir al personaje a su propia disolución en lo contingente o lo imposible. Su fracaso no será el fracaso grandioso de los personajes épicos ni tampoco el enteramente risible de los personajes cómicos.
Aquí reirnos duele y no reirnos nos hace sentirnos imbéciles.
Y la tensión entre esas dos polaridades eso es quizás lo más característico del modo de relación que Flaubert pone en juego.




Y ya que vamos entrando en lo categorial, aquellas herramientas que nos permitirán apreciar con una mayor fineza aquello con que nos encontremos, bien estará que constatemos cómo la especificidad de lo categorial consiste precisamente en la introducción de diferentes dinámicas dentro mismo de la concreta configuración de estratos que se nos da en cada caso.

Así, igual que hemos visto que al proceso que atiende lo alto mediante lo bajo le conviene la categoría de la parodia. Podríamos sostener que al proceso que atiende lo bajo mediante lo alto le conviene la categoría de lo épico.

Esto nos acerca, sin duda al juego que planteaba Aristóteles en su Poética cuando sostenía que la épica era el género que mostraba a los hombres mejores de lo que en verdad eran y esto es justo lo que sucede cuando son capaces de llevar a lo más alto la atención que deben dedicar a lo más bajo... y que la comedia surgía cuando dábamos en mostrar a los hombres peores de lo que en verdad eran, es decir cuando se conformaban con atender sus necesidades más altas en los términos de lo más bajo.

Por supuesto ahora sabemos que ahí se le colaba a Aristóteles -y casi se nos cuela a nosotros- un importante matiz al hablar de hombres mejores y peores o hablar de lo más alto y lo más bajo como si lo alto fuera bien y lo bajo mal.
Gracias a lo que hemos avanzado en teoría de estratos sabemos que la cuestión -como el corazón de Felicité- para nada es tan simple: lo más bajo lejos de ser -de suyo- deleznable es acaso lo más común, aquello que nos proporciona una base, una base ampliamente compartida en la que vivir y desde la que explorar lo más alto, sabiendo que lo más alto no tiene porque ser intrínsecamente más virtuoso o más lucido, lo más alto es sólo lo extraordinario, lo que se escapa de lo previsto y que por ello puede ser tan sublime como errático, tan genial como precario y frágil.

Por eso, sin entrar en moralismos de ningún tipo podemos sostener que cuando se resuelven las pretensiones de lo extraordinario en el campo de lo ordinario damos pie a la parodia... mientras que cuando somos capaces de convertir las pulsiones de lo ordinario en combustible para lo extraordinario nos situamos en los dominios de la épica.

Por supuesto que categorialmente caben otras dinámicas menos extremas.
Así tenemos que entender también el lugar categorial del drama y de la comedia.
El drama es la categoría pertinente cuando damos en atender lo extraordinario mediante lo extraordinario.
Mientras que la comedia es la categoría conveniente a la poética que atiende lo ordinario mediante lo ordinario...

Algo relevante que nos aporta aquí la teoría de estratos es la inteligencia de que el drama, en la medida en que atiende lo alto mediante lo alto, le acecha el peligro de mostrarse “in-intuible”, es decir, que al mantener su juego restringido a lo más alto y más especializado, por así decir, puede bien suceder que no hallemos por donde coger la obra en cuestión, que no hallemos puerto mediante el que acoplarnos.

Por su parte el peligro específico que acecha a la comedia cuando atiende lo ordinario mediante lo ordinario, no es otro que el de la trivialidad de lo que no cuestiona ni conmueve ... o que lo hace desde la más absoluta inconsecuencialidad.

Por supuesto que pueden haber -de hecho abundan- dramas triviales y comedias in-intuibles... si bien eso, sin duda, constituiría una muestra de una doble torpeza y debería ser objeto de un muy detallado estudio que nos llevaría de lo malo a lo peor.


En cualquier caso y para no alejarnos demasiado del cuento de Flaubert del que hemos partido, habrá que dejar claro que “Un corazón sencillo” no es ni in-intuible, ni mucho menos trivial, como tampoco lo son los otros dos cuentos que e acompañan... y no lo son, entre otras cosas porque los tres, aun estando ambientados en épocas bien distintas, tratan de uno de esos temas que cruza lo mejor de nuestra literatura, el tema de la alienación, el tema de quien no es ni lo que puede ser, ni mucho menos lo que tiene que ser... Veamoslo con la ayuda de Hegel, nada menos.
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En su Fenomenología del Espiritu, el joven Hegel plantea un abordaje al barco fantasma de la Alienación, y decimos que es un barco fantasma y espectral donde los haya porque para nada se trata con esto de la alienación de que uno pueda ser así, de buenas a primeras y limpiamente, uno mismo o pueda ser otra cosa que no se corresponde con él. Sencillo sería el corazón de las tinieblas si ese fuera el caso. Bastaría con ser uno mismo como nos aconsejan los libros de auto-ayuda y los vendedores de zapatillas deportivas y ya estaría todo resuelto.

Pero no, no va a resultar tan simple, porque según Hegel creyendo saber quien somos nos perdemos y cuando más desorientados y perdidos estamos... más cerca de conocernos resultamos estar.
Dadas estas dos situaciones que a menudo se nos vienen encima simultáneamente, nuestra conciencia -dice Hegel- no es sino la unidad inmediata de ambas, pero de tal modo que no son para ella lo mismo, sino que son contrapuestas. Así tenemos que la una, la conciencia simple e inmutable, es para ella como la esencia, mientras que la otra, la que cambia de un modo múltiple, es como lo no esencial.4
Pero cuidado porque esta esencia y esta no-esencia no se contraponen como blanco y negro sino que se trata de una lucha contra un enemigo frente al cual el triunfar es más bien sucumbir y el alcanzar lo uno es mas bien perderlo en su contrario.

Así las cosas, no es extraño que Hegel plantee un juego de espejos entre lo que él llama Esencialidad e Inesencialidad, de modo tal que ambos términos no pueden sino funcionar en tensión uno con el otro, como dos muchachos testarudos, uno de los cuales dice A cuando el otro dice B y B si aquél dice A y que, contradiciéndose cada uno de ellos consigo mismo, se dan la satisfacción de permanecer en contradicción el uno con el otro.5
Y el caso es que todos somos, como poco, ambos muchachos testarudos a la vez y sabemos que si le damos la razón a uno, no tardará en aparecer el otro mucho más poderoso de lo que lo creíamos... un poco como sucede con la tensión entre energía cinética y energía potencial, donde la absoluta actualización de una de ellas lejos de implicar la aniquilación de la otra, más bien conlleva su máxima potencialización.
Para dar cuenta de estos incrementos y decrementos de potencialización y actualización sostiene Hegel que Esencialidad e Inesencialidad pueden a su vez ser marcadas como Estables e Inestables, según tiendan a actualizarse o a potencializarse.

Así las cosas ¿podría trazarse la historia de Felicité como el juego entre una Esencialidad Inestable y una serie de Inesencialidades que se van, poco a poco, estabilizando?

Lo que está claro es que Felicité se da de bruces con una primera Esencialidad Inestable que se le presenta de sopetón cuando, con la fugaz aparición de Teodoro, descubre la protagonista su natural apasionado. Pero en ella se encuentra y como dice Hegel, se pierde...
A partir de ahí -y eso es lo que la convierte en un personaje de Flaubert- se busca a si misma con una entrañable torpeza, entreviéndose en toda una serie Inesencialidades que tienden a actualizarsele encima, que tienden a la estabilidad que sólo pueden proporcionar los afectos vicarios: los hijos de Mme Aubain, el sobrino naufragable y cómo no, Lulú, el loro.
Todo es como si el primer desacoplamiento, el que la separa de su aldea y su entorno, la hubiera colocado en una posición desde la cual nada pudiera ya, de suyo, decantarse en alguna forma de Esencialidad, sino que se limitara a ser una sucesión de pasiones sin consecuencias, una sucesión de Inconsecuencialidades.
Semejante palabro nos abre a una inteligencia más afinada de los términos que propone Hegel.
En términos modales sería más fértil que en vez de Esencialidades e Inesencialidades hablásemos de Consecuencialidades e Inconsecuencialidades.
Es decir, de cómo aquello que hacemos, aquellas composiciones de relaciones en las que entramos, confirman una Consecuencialidad siendo susceptibles de integrarse como un eslabón más en una cadena de sentido, que vamos definiendo y construyendo a cada paso... o cómo, por el contrario producen Inconsecuencialidad, no contribuyendo a reforzar conjunto de sentido alguno, sino proyectándose como variaciones, juegos no centrados ni planificados mediante estrategia alguna.
Se trataría aquí, claro está de una Consecuencialidad y una Inconsecuencialidad Inestables, enzarzadas de lleno en un movimiento contradictorio en el que el contrario no llega a la quietud en su contrario, sino que simplemente se engendra de nuevo en él como contrario6.

La alienación, la miseria no estaría por tanto en la Consecuencialidad Inestable, ni mucho menos en la Inconsecuencialidad Inestable... sino que nos acecharía doblemente en la estabilización de cada una de ellas. Eso nos abocaría a entender dos modulaciones de la alienación: una forma específica de alienación en la Consecuencialidad que se estabiliza y que es del todo incapaz de darle juego a nada que no se integre en el conjunto de sentido ya asentado. Y otro orden de alienación en la Inconsecuencialidad que se encierra en su juego de variaciones incapaces de forma alguna de decantación.
Habría una alienación por falta de juego -en la Consecuencialidad Estable- y otra por falta de sentido -en la Inconsecuencialidad Estable-.

Podriamos pensar que Felicité empieza perdiendo pie en la Consecuencialidad y que se va perfilando al ir derivando por diversas formas de Inconsecuencialidad que alcanzan su mayor estabilidad en el momento en que llega el loro ya disecado y picoteando una nuez dorada -por un prurito de grandiosidad- .
Pero no se trata, en absoluto, de fijar a cuales de estas polaridades se acerca y se aleja Felicité, sino de dejar que sean las lecturas que hagamos cada cual a cada momento las que nos la muestren a una u otra luz. Nuestro trabajo consiste en afinar cada uno de los focos, en preparar una escenografía conceptual en la que puedan darse todo tipo de dramas y de comedias, de historias épicas y de chanzas paródicas...
Esa es la vida y el juego que encontramos en cada obra de arte verdaderamente grande.
Y es que modalmente ninguna obra se nos muestra jamás como una foto fija, como el resultado cerrado de un experimento formal o una poética consolidada: es siempre el paisaje tornasolado que como esas laminas de gatitos y cascadas que se venden en los bazares nos muestran diferentes composiciones según nos vamos moviendo.
Seguro que a Felicité esas láminas le habrían encantado.













1Fue un dolor desmesurado. Se tiró al suelo, rompió a gritar, invocó a Dios y estuvo gimiendo completamente sola en medio del campo hasta el amanecer. Después volvió a la alquería, dijo que pensaba marcharse, y, pasado un mes, le dieron la cuenta, envolvió todo su equipaje en un pañuelo y se fue a Pont-l’Évêque.
2 El Padre, para expresarse, no había podido elegir una paloma, porque estos animales no tienen voz, sino más bien un antepasado de Lulú.
3 Y nada de esto, sin duda, sucede por entero al margen del contexto social y político que habita Flaubert. Frederic Moureau es mucho más comprensible cuando lo vemos sobre el trasfondo de la sociedad del Segundo Imperio, una sociedad de oportunistas sin oportunidades, cuyo personaje ya no es el Rastignac de Balzac sino precisamente Moureau, una especie de Felicité con infulas literarias
4GWF Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 80
5GWF Hegel, Fenomenología del espíritu, pág. 79
6Ibidem, pág. 80

sábado, 25 de febrero de 2017

Lukács Reloaded


Hete aquí el prologo que he preparado para un libro que ando tramando con mi compadre Jesús Rame, un libro con textos de Lukács sobre cine. Nada menos.
Saldrá publicado en breve en Plaza y Valdés.

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Lukács entra en el cine a ver qué echan...
y le ponen una que va de autonomía,
de medios homogéneos
y de hombres enteros
entregados a la tarea de ser
hombres enteramente...
y viceversa.1




Como ya habrás sospechado, perspicaz y aventurado lector, este libro presenta algunos trabajos de Giorgy Lukacs, recuperando así del más infame e inmerecido de los olvidos algunos de los mejores textos sobre estética y cine jamás escritos.
Se trata de textos que no son, ni de lejos, tan conocidos como quizá deberían ser, habida cuenta de las alegrías que a algunos de nosotros nos han dado. Y vaya, no es extraño que no sean muy conocidos porque, durante toda la Guerra Fría del siglo XX, Lukács fue consistentemente y recalcitrantemente desprestigiado. Desde este lado del muro se le miraba mal porque al haberse quedado a vivir en Hungria tenía que ser -por fuerza- un cómplice del estalinismo y su pensamiento estético -en el caso de tenerlo- no podría ser sino una variación de los postulados más planos y previsibles del “realismo socialista”. Obviamente ese no era el caso, su pensamiento y su práctica fueron mucho más complejos que los ovejunos esquemas que los líderes del partido intentaron imponer y como consecuencia de ello y de la coherencia entre su pensamiento y su quehacer, su vida no fue ni fácil ni precisamente privilegiada y como sucedió con Maiakovsky o Shostakowich, estuvo varias veces con una pata en el Gulag.
El caso es que no hace falta indagar mucho para constatar que hay en el pensamiento de Lukács planteamientos y desarrollos que van mucho más allá de lo que los burócratas del estalinismo hubieran jamás considerado y, por fortuna, también más allá de donde los críticos “occidentales” de Lukàcs quisieron limitarlo.
En concreto, el pensamiento estético de Lukàcs es para nosotros -ya metidos de lleno en los problemas propios del siglo XXI- profundamente relevante en la medida en que es un pensamiento de la autonomía y la especificidad de los procedimientos y modos de hacer de la estética.
Y cuidado porque entender bien esto de la autonomía y la especificidad de lo estético tiene un peso que sólo podemos ignorar a costa del rigor y la entereza de nuestro propio pensamiento y nuestra práctica.
Lo primero que hay que decir -una y otra vez- es que la autonomía de lo estético en Lukács no compromete ni aplaza en lo más mínimo la irrenunciable dimensión política que todo acto de comunicación estética secretamente -como dice Eagleton- tiene. Antes al contrario, como tendremos reiterada ocasión de ver, la autonomía es precisamente la garantía de que aquella dimensión política pueda darse sin suponer una renuncia servil a nuestra inteligencia ni a nuestra sensibilidad, sino su movilización orientada a maximizar la capacidad común de obrar y comprender.
Autonomía en Lukàcs no significa nunca ni aislamiento ni fragmentación, sino la más potente comprensión del lugar central que la auto-organización debe ocupar en toda sociedad humana digna de ese nombre. Lo estético, con su característica capacidad de juego, su indagación en las más diversas coherencias, y su complicidad con el misterio y la gracia de lo material puede ayudarnos de un modo específico en esa tarea.
Y justo de esto de la especificidad de lo estético es de lo que trata, precisamente, buena parte del primer volumen de la “La peculiaridad de lo estético”, la Estética por excelencia de Lukàcs.
Ahí se dedica Lukács a indagar, tal y como anuncia en el título mismo, aquello que resulta específico de lo estético, aquello que lo diferencia de otros modos de hacer, como los que desplegamos en nuestra vida cotidiana o los que organizan el conocimiento científico o la acción política. Y de nuevo hay que insistir: por mucho que en todo lo que hagamos contenga y despliegue una dimensión política, esto no significa que todo quehacer sea -en absoluto- reducible a ella, del mismo modo que por mucho que una experiencia dada nos aporte conocimiento no es tampoco reducible a una dimensión epistemológica. Es lo que tiene la complejidad de lo efectivo, de la que Lukács es un temprano y aventajado pensador.
De modo distintivo, dirá Lukács, lo que intentamos desde lo estético es un amago de construcción de la realidad, un peculiar tipo de reflejo de la misma. Pero no se trata de cualquier reflejo. Se trata, para empezar, de un reflejo antropomorfizador, es decir, un reflejo que da forma humana al mundo, que nos lo acerca y nos lo hace más habitable. Y se trata además de un reflejo antropomorfizador que toma como campo la totalidad intensiva, esto es, que no pretende necesariamente abarcar de modo coherente todo el mundo en su conjunto sino una parte determinada del mismo, una experiencia limitada del mismo que hemos vivido, eso sí, con especial intensidad y al que le tenemos una alta querencia. Es esa querencia, esa atención cuidadosa2 la que confiere a la experiencia estética un cierto carácter de totalidad, puesto que aun siendo limitada la convertimos en patrón de un modo de relación posible y necesario.
A esto le llama Lukács la particularidad, y la entiende como un nivel de la experiencia que no sólo es el característico del reflejo estético, sino que nos permite situarnos en un dominio que es de más amplio alcance que la singularidad -que corresponde a lo inevitablemente contingente y desacoplado de buena parte de nuestra vidilla- y que queda más caracterizado que la generalidad -que nos resulta demasiado abstracto y frío-. La particularidad de un modo de relación concreto nos adentra así en una dialéctica entre lo puntual y lo universal, un juego que nos permita descubrir y articular los modos de relación que constituyen nuestras propias vidas.
Una lectura contemporánea de la Estética -después de John Berger, de Certeau e incluso Bourdieu- podría bien mostrar cómo los “modos de relación” o los “modos de hacer” pueden ser una interpretación plausible de las unidades mínimas de articulación de la producción artística y la experiencia estética.



Si bien, como hemos venido insistiendo, la autonomía que Lukàcs otorga al reflejo estético no hace de éste algo aislado, encantado consigo mismo, el filósofo hungaro sí que va a sostener que toda práctica específica -no sólo la estética desde luego- tiene la irrenunciable necesidad de un cierto apartamiento y una suspensión, más táctica que estratégica, de las finalidades prácticas inmediatas, de forma que se constituya con fuerza lo que él denomina el “medio homogéneo”.
El medio homogéneo -o la obra de arte lograda si queréis- no es una realidad objetiva independiente de la actividad humana, sino un “particular principio formativo de las objetividades y sus vinculaciones, unas y otras producidas por la práctica humana” de cuyo flujo continuo, como hemos dicho, se mantiene un tanto retirado.
Las dos características claves del medio homogéneo -sin el que no puede darse ni la obra de arte ni la experiencia estética- serán cierto “estrechamiento de la apercepción del mundo”, que nos permite concentrarnos3 en algunos de sus elementos... y la suspensión de las finalidades prácticas inmediatas que nos permite entregarnos plenamente a esa experiencia que se nos ofrece y que nos permite ser curiosos, es decir, cuidadosos.
En palabras del mismo Lukács: “para que surja un medio homogéneo en el sentido de la estética, hace falta ante todo, imprescindiblemente, una cierta permanencia relativa de tal comportamiento humano” esto es, de un modo de hacer concreto que podamos reconocer e invocar, “y por otra parte, tiene que producirse una suspensión temporal de toda finalidad práctica” para así poder habitar plena y tranquilamente ese modo de hacer en tanto tal modo de hacer, explorando sus matices, sus coherencias y sus posibilidades, tratándolo con esa atención que sólo damos a aquello que consideramos -así sea en un amoroso intervalo- como si fuera un fin en sí mismo.
Otro rasgo esencial del medio homogéneo será el de su fundamental diversidad. En efecto, su estructura y diferenciación será forzosamente plural puesto que su objeto es el amplio abanico de relaciones de los hombres entre sí y con el mundo -y no la estructura misma del objeto.
Aquí se abre el campo para discutir hasta qué punto sigue Lukács los planteamientos de la estética kantiana, o bien un pensamiento relacional que eoncontrará más resonancia en el trabajo de Mukarovski, Propp o el mismo Wittgenstein cuando considera el papel de los juegos de lenguaje.

Esa fundamental diversidad de los modos de hacer encontrará su arraigo y su destino en la vida cotidiana, en el contínuo de relaciones efectivas que constituyen nuestro paisaje. Y también contribuirá nuestro autor, de modo brillante, a elucidar esta cuestión.
Lo hará a través de la exposición de la constante dialéctica entre la condición “enteramente humana” -que se descubre y alcanza las más altas cotas de dignidad y brillo en la experiencia estética- y nuestra contextura como “hombres enteros” -que todos somos en la medida en que habitamos múltiples dimensiones del quehacer y somos -como Spiderman- vecinos, amigos, fotógrafos o repartidores de pizza. Inevitablemente es de esa condición de “humanos enteros” de la que partimos para ser “enteramente humanos” y a la que -menos mal- volvemos todos, una vez que nos hemos desplegado enteramente en la experiencia estética, la erótica o la filosófica.
Lukács lo explica diciendo que los impulsos que pueblan la vida cotidiana del “hombre entero” “pasan a la obra de arte y se convierten en elementos constructivos objetivos de ésta, en determinaciones del qué y el cómo de su objetividad”. Así las cosas cuando estamos siendo “hombres enteramente” en el medio homogéneo de la experiencia estética, logramos una cierta clausura operacional en la que no se pierde la “riqueza de determinaciones y tendencias” propias de la obra de arte y la experiencia estética. El “hombre enteramente” contribuye así decisivamente a “la concentración y preservación del medio homogéneo, a su desarrollo como portador de un mundo, como órgano del reflejo estético de la realidad”.
Con ello se deshace Lukàcs de los restos de absolutismo estético que pudieran haber perdurado en las tesis de Schiller que –a todo esto- sostenía que el hombre sólo era enteramente hombre, cuando jugaba, es decir cuando se sumía en la experiencia estética. Lukàcs asumirá la verdad antropológica, o la exigencia de verdad más bien, contenida en esta famosa formula schilleriana sólo para completarla con una dialéctica que enlaza contínuamente -como hemos visto- al hombre entero de la vida cotidiana con el hombre enteramente de la experiencia estética.
 
Esta dialéctica se acompaña, a su vez, del postulado de un quiasmo, de una doble naturaleza del hecho artístico y la experiencia estética: por un lado habría en ellas una dinámica autopoiética por la que la obra o la poética en cuestión se produce a sí misma -y no puede ni debe hacer otra cosa- circunscribiéndose a su propio medio homogéneo... mientras que por otro lado habría una dinámica simpoiética que inevitablemente la fuerza a negociar su espacio y su quehacer, poniendo en riesgo su consistencia, por supuesto, pero abriéndola también para contribuir a la conformación de un paisaje, de un ámbito extendido en la cotidianeidad y en la vida social y política de los hombres devenidos nuevamente “hombres enteros”.
Introducimos aquí los palabros de lo autopoiético y lo simpoiético -lo que se produce a sí mismo desde la clausura operacional y lo que dotado de límites difusos se conforma a través del conflicto y la colaboración- para evitar confundir dichas dinámicas con los viejos -y sordidos- lugares comunes de lo subjetivo y lo objetivo. La dinámica autopoiética de los dispositivos estéticos en absoluto puede ser reducida al ámbito de lo subjetivo puesto que comparece tramado por toda una serie patrones comunes, de leyes supraindividuales, específicas de la práctica artística en cuestión. Así lo dice Lukács: “es imposible por principio poner el medio homogéneo de cualquier arte, moverse en él libre y fecundamente, si esa posición y ese movimiento no son de carácter completamente personal... pero no menos imposible es expresar la personalidad creadora en el medio homogéneo de un arte si su desencadenamiento no coincide con el cumplimiento [o la crítica, o la deconstrucción como formas de cumplimiento al cabo] de las leyes objetivas imperativamente prescritas en el medio homogéneo y si esa coincidencia no es inmediata y evocadora”.
Lukàcs concibe las leyes de lo artístico-autopoiético como las mediaciones necesarias, aunque históricamente relativas “para captar el mundo de la humanidad desde un punto de vista determinado y esencial para los hombres”. Pero esta dinámica autopoiética -en la que se manifiesta tanto la necesidad interna como las posibilidades de cada poética- inevitablemente se verá comprometida en una dinámica simpoiética, presente ya en el mismo hacerse efectivo de la obra de arte o la experiencia estética concreta. Sin duda lo simpoiético aparece ya en el tour de force entre las disposiciones concretas de cada artista o espectador y el juego de necesidad y posibilidades que constituye cada poética. El engarce de ambas dinámicas producirá ese reflejo de una totalidad intensiva, organizando su potencia como portadora de un mundo propio, en interacción con el cual y a través de la dialéctica hombre entero-hombre enteramente-hombre entero, podemos todxs conspirar para rehacer nuestros paisajes, así como reforzar nuestros repertorios y nuestras disposiciones, nuestra capacidad -en suma- de intervención plural y lúcida en nuestras propias vidas, que a todo esto no es poca cosa.


Pero Lukács va más lejos, siempre va más lejos. Y se atreve también a pensar los alcances y los límites del conjunto de esas totalidades intensivas. Si Lukács hubiera conocido los desarrollos en genética de finales del siglo XX, sin duda, habría relacionado ese campo de expresividad y significación artísticas con lo que Conrad Waddington llamó “valles epigenéticos” entendidos como conjuntos de vectores -núcleos de viabilidad les llama Waddington- en torno a los cuales se agrupan y organizan las posibilidades de configuración de los diferentes fenotipos.
Y hete aquí inesperadamente una de las grandes contribuciones de Lukács a una de las más recurridas controversias contemporáneas de lo estético, aquella en la que se ha pasado como diría Chomsky de un concepto no problemático del relativismo -las experiencias estéticas pueden variar ampliamente- a un planteamiento del todo insostenible -todo vale en tanto experiencia estética-.
Lukács sostiene una noción relacional de la actividad estética. El reflejo del que siempre habla no es más que la muestra de un conjunto discreto y significativo de las relaciones que sostenemos con el mundo. Todo reflejo especifica así un modo de relación.
Sin duda hay muchos modos de relación, pero ¿tiene algún sentido pensar que el conjunto de modos de relación que somos capaces de establecer con el mundo sea un conjunto infinito? Para Lukács, como para la inmensa mayoría de las culturas estéticas no occidentales y premodernas, la respuesta es un rotundo no. Por amplio y variado que sea dicho conjunto de reflejos, de modos de relación todo apunta a que es más sensato acotarlos en un conjunto que nos permita orientarnos y sobre todo establecer comunidades de sentido. Sin tener que comprometerse en ningún tipo de innatismo estructural, al estilo de Chomsky, lo que Lukács plantea es simplemente el interés que tiene el hecho de la reiteración de patrones narrativos y situacionales en contextos culturales muy diferentes.
Lukács opta por apoyarse, de hecho, en un autor tan poco citado hoy como Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, quien siguiendo a Hegel sostiene que “la acción, la práctica, es una` inferencia´ lógica, una figura de la lógica. Y es verdad, no naturalmente en el sentido de que la lógica tenga su ser-otro en la práctica del hombre (=idealismo absoluto) sino en el sentido inverso de que la práctica humana por el hecho de repetirse miles de millones de veces, se imprime en la consciencia humana como figuras lógicas. Estas figuras tienen precisamente (y sólo) gracias a esa repetición innumerable la firmeza de un prejucio y carácter axiomático”.
Las culturas estéticas aparecen entonces dotadas de cierta autonomía que deriva su fuerza, su “derecho” no de ninguna prescripción ontológica o metafísica, sino de un concreto devenir histórico, evolutivo y social, que le ha ido confiriendo esa solidez. Por supuesto la apuesta de Lenin debe complementarse con la posibilidad de la “invención” de nuevos modos de hacer no vinculados a formas previamente jugadas de la práctica. Se trata obviamente de una dialéctica de lo viejo y lo nuevo que los sistemas estéticos y las poéticas no occidentales y previas a la modernidad han sostenido con una sorprendente continuidad.
A la hora de pensar el cine Lukács no se aleja de este juego entre lo común y lo extraño, entre mythos y praxis como sostuvo Aristóteles. La unidad en la que se pone en obra dicha tensión la denomina Lukács “unidad tonal emocional”, concibiéndose dicha unidad tonal como carácter básico vinculado a la objetividad indeterminada que refleja. La “unidad tonal emocional” es la que hace cobrar pleno sentido estético a todos los recursos técnicos que articulados según dicha unidad acaban por caracterizar el conjunto de la obra.
Esto resulta especialmente pertinente en el cine puesto que si bien en la literatura y las artes plásticas esa unidad de tono anímico es una de las consecuencias necesarias de la conformación de constelaciones radicalmente humanas, en el cine cada imagen irradiará primariamente una unidad tonal determinada e intensa.
Si no lo hace, si no hay esta articulación de las imágenes, los diálogos o la música en una unidad tonal emocional, el film no existirá en un sentido estético.
Tampoco se trata en esta pequeña presentación de hacer un spoiler de todas las grandes ideas que el pensamiento estético de Lukács tiene reservadas para pensar el cine, se trataba más bien de lanzar un teaser que os dejará con ganas de más. Si ese es el caso me daré por contento.
1Ya averiguará el lector si lo que vió Lukacs era una peli de Peckimpah, una de Zang Yimou...
2Inevitable momento publicitario: esta noción de atención cuidadosa, “eulabeia” la llamaba Kerenyi, me resulta cada vez más querida. Algo sobre ella puede leerse en los trabajos de Carl Kerenyi y en mi “Estética Modal”.
3 Y ello -dice Lukács- “no sólo por lo que hace al qué de lo recibido y representado sino también en lo que se refiere al cómo de las formas de manifestación”