viernes, 13 de junio de 2014

Para una Teoría Eléctrica del arte (II): Resistencias


El arte es una resistencia

Podríamos pensar que lo estético necesita que se pongan en relación diferentes estratos de la fábrica de lo real, y que eso no suceda sin algún tipo de resistencia, de estrechamiento por así decir, que de pie a lo que Lukács denominaba un medio homogéneo, puesto que sin un medio homogéneo que ofrezca una determinada resistencia, puede haber carga, puede haber corriente, pero no somos capaces de hacer nada con ella, del mismo modo que nada hacemos con un cable que deja pasar carga: ni nos alumbramos para leer, ni nos da calorcito ni nada de nada. Sólo pasa.
En términos eléctricos una resistencia es un dispositivo convenientemente aislado, con un marco a su alrededor por así decir, que es capaz de recibir y procesar un quantum de energía determinado, transformándola en otro tipo de energía.
Sabemos que hay una resistencia, porque la energía en circulación no pasa como si tal cosa. Algo sucede con ella porque hay una resistencia y lo que sucede es precisamente esa transformación de una energía en bruto en otra modalmente orientada.
Algunas resistencias producen luz, otras producen calor o frío. Pero no podemos confundir la luz, el calor o el frescor con la resistencia.
La resistencia es lo que hace capaces a los diferentes dispositivos de generar luz, calor o fresco.
El arte no es tampoco esta o aquella resistencia, no es este o aquel modo. Es siempre un repertorio relativamente abierto de modos de distribución de nuestra sensibilidad. Que ese repertorio esté relativamente abierto no significa que cualquier cosa en cualquier momento pueda ser arte.
Cualquier cosa en cualquier momento podrá ser arte en la medida en que de soporte o vidilla a algún tipo de resistencia estética.


Que el arte sea una resistencia nos permite pensar mejor una serie de problemas como los relacionados con el estatuto político del arte. El arte tiene efectos políticos, puede ser políticamente relevante en la medida en que funciona como una resistencia y es por ello capaz de transformar una cantidad dada de energía estética en otro tipo de energía: política o ética por ejemplo.
Que esto suceda no es en absoluto incompatible con el hecho de que la obra de arte deba ser un dispositivo específico convenientemente aislado. Antes al contrario, y como ya pusiera de relieve Adorno, sólo en la medida en que es efectivo como resistencia estética puede también resultar efectivo como un dispositivo ético o político.


Una obra de arte es entonces una resistencia1. Y, como sabe cualquier estudiante de electricidad, una resistencia es directamente proporcional a la longitud e inversamente proporcional a su sección transversal. Una obra de arte o una experiencia estética pueden ser entonces alternativa o simultáneamente, en mayor o menor medida, anchas y largas.

De su “anchura” dependerá que el acceso a las mismas sea más o menos fácil, más o menos generalizable en un momento cultural determinado. Una resistencia muy ancha resultará menos exigente a la hora de imponer condiciones disposicionales, nos exigirá una formación menos específica o detallada y por tanto será susceptible de acoplarse con un número mayor y más indiferenciado de agentes estéticos. Por el contrario, tal y como una resistencia vaya teniendo una sección menor, también será menor el número de acoplamientos que será capaz de admitir. Cualquiera puede escuchar o sentirse atrapado por una fuga de Bach a cinco voces, pero seguramente sólo en la medida en que tengamos determinados conocimientos sobre armonía y contrapunto y un oído especialmente entrenado en este tipo de composiciones podremos acoplarnos de lleno con la pieza en cuestión. Por el contrario, para escuchar con pleno gusto el Vals del danubio azul, bastará con que “caigamos” en el tiempo de vals, que captemos su peculiar ritmo y ya estaremos dentro. En tanto resistencia, el vals es más ancho que la fuga.

Por otra parte, de la “longitud” de la resistencia dependerá, en gran medida, que la obra o la experiencia pueda embarcarnos en procesos más complejos y articulados. Una sinfonía puede invitarnos a un juego más complejo que una zarabanda. Si la anchura exigía competencias específicas, la longitud exige tiempo y dedicación, si es que no nos queremos salir del juego al que hemos sido invitados, con el que nos hemos acoplado.
Por supuesto que podemos pensar en cualquier combinación de anchura y longitud. Así podemos encontrarnos con pieza extremadamente estrechas, muy exigentes a la hora de limitar el acceso a las mismas, pero que después no nos entretengan más que por un muy breve periodo de tiempo.
Piezas muy exclusivas o excluyentes: que exigen mucho pero que luego tienen muy poco que ofrecernos y que como mucho aportan una cierta distinción a aquellos que se han acoplado con ellas. Estas harían las delicias de Pierre Bourdieu.

Asímismo puede haber experiencias muy anchas, muy promiscuas por así decir, pero que puedan acabar por tener longitudes increíblemente largas, modificando profundamente la sensibilidad y la inteligencia de quien con ellas se compromete. Se trata de ordenes de sensibilidad estética y productividad artística que, prima facie, pueden parecer sencillos, que se pueden llamar populares como el jazz, el flamenco o los westerns... pero a los que pueden dar de sí, si se atienden con cierto cuidado y se les da cuartelillo.

La obra de arte de la gran tradición clásica, la obra de arte canónica, obviamente, sería aquella que gustaría de presentarse larga, por lo pregnante y durable de su trabajo modal, pero que sostiene una difícil y mudable relación con la anchura de su sección. Un poco como le sucede al sufragio restringido transformándose en censitario y luego en universal para acabar expulsando del cuerpo electoral a prácticamente la mitad de la población que se siente alienada respecto del sistema establecido. La obra de arte clásica, obviamente, se ha construido y se ha ido defendiendo desde claros criterios de clase, desde las academias del absolutismo a los salones de la burguesía, pero no ha podido librarse de la exigencia de universalidad inherente a la Ilustración.
Se puede sostener que aun nos encontramos en esta contradictoria tesitura.


1Nosotros, en distintas ocasiones, hemos visto el poema como un cuerpo resistente, una resistencia formada por el avance de la metáfora. José Lezama Lima, Poesía, resistencia, tiempo; Confluencias, Madrid 2005

Para una Teoría Eléctrica del arte (i): teoría de circuitos


Inicio este pequeño ciclo de artículos sobre Teoría Eléctrica del Arte, en un discreto homenaje a mi formación como electricista. Sí, era en serio lo de haber estudiado Filosofía y Electricidad.

Y por supuesto se los voy a dedicar a mi compañero Pedro, de las tutorías de Fuenlabrada, que comparte conmigo el doble currículo y las múltiples pasiones.

...


Un circuito -en buena teoría eléctrica- es una red dotada de al menos dos componentes y que contiene, como mínimo, una trayectoria cerrada. En un circuito eléctrico podríamos encontrarnos con un conjunto amplio y variable de componentes tales como fuentes, conductores, resistencias, interruptores, condensadores, inductores, etc...
Obviamente, los componentes de un circuito estético pueden también ser muchos y ser variables. En nuestro contexto cultural podríamos decir que artista, espectador, obra, institución, comisario, crítico, teoría estética, comunidades de gusto, etc...resultarían concebibles como componentes, pero obviamente no es preciso que sean justo estos, ni que estén todos ellos presentes, ni que estén distribuidos del mismo modo, para saber que estamos ante un circuito.
Basta -repetimos- con que haya dos y basta con que entre estos dos, obra y espectador, artista y obra... haya una diferencia de carga y el consecuente intercambio de electrones.
Pero antes de meternos en detalle con los problemas de lo estético, será bueno que digamos algo más sobre los diferentes componentes de un circuito, y que insistamos en la medida en que estos pueden tener un diferente peso estructural y una diferente orientación funcional.

Es interesante considerar que en teoría eléctrica se considera que una fuente es un componente que se encarga de transformar algún tipo de energía en energía eléctrica. Y digo que es interesante porque de este modo los electricistas nos ahorramos un montón de discusiones estériles como discutir cual es el tipo de fuente por excelencia o si tu fuente es más grande que la mía. Podríamos entender que en nuestra tradición cultural reciente se han considerado como fuentes a los artistas y a las obras de arte, es a ellos a los que se ha atribuido normalmente la transformación de otros tipos de energía en energía estética. Pero nada impediría, desde luego que eso cambiara, de modo que otros componentes del circuito como las comunidades de gusto o determinados lenguajes de patrones se convirtieran en fuentes.

Asimismo podríamos concebir -sin salir de nuestra propia cultura artística- cuales podrían ser los elementos institucionales o mediáticos susceptibles de funcionar como conductores, semiconductores, o interruptores en un circuito estético dado. En los dos últimos casos nos encontraríamos con una especie de resistencia estéril, que importará contrastar con las resistencias generativas que analizaremos enseguida.


Con esto bastaría para iniciar un acercamiento de orden estrictamente sistémico -y limitado a nuestra cultura artística- a lo que podria ser una pequeña teoría de circuitos. Pero resulta que queremos ir más allá, obviamente porque vamos a complicar un poco más el asunto y a sostener una pequeña teoría sobre qué tipo de componentes resultan más explicativos para una teoría eléctrica del arte, tout court, una teoría eléctrica del arte que vaya más allá de nuestras limitadas tradiciones y convenciones.

Una de las mayores expertas en arte tribal, Susan M. Vogel1, describía la práctica artística de los Baule, precisamente, en tanto que mediante una serie de prácticas y dispositivos mezclaban y ponían en contacto, formando circuito, una serie de componentes que ella caracterizaba como

a) espíritus y poderes invisibles,
b) objetos físicos ordinarios y
c) esculturas altamente elaboradas.
Obviamente no vamos a pretender reducir los componentes del circuito estético-eléctrico de los Baule al de nuestra propia cultura, ni los nuestros al de la suya, por mucho que en ambas se manejen objetos cotidianos, objetos elaborados específicamente para estar en ese circuito e ideas abstractas o conceptos...
No, más bien vamos a intentar que la puesta en común nos lleve algo más allá de ambos. Para ello sostendremos que para los Baule -como para nosotros o para Hegel- la experiencia estética se construye mediante la puesta en relación, en circuito, de componentes procedentes de estratos2 diferenciados. Con eso nos bastará de momento mientras nos damos la ocasión de exponer con todo detalle una teoría de los estratos. Y mencionamos a Hegel porque, como se recordará, el filosofo prusiano, con todo el ensimismado encanto del romanticismo idealista, explicaba el esquema básico del circuito estético más simple, como la “aparición sensible de la Idea3, Sabemos que se tratará en Hegel de dar cuenta de una aparición-apariencia sensible que no pretende monopolizar lo estético, puesto que es sólo superficie4, exterioridad que el bueno de Hegel intentará eliminar por completo en la poesía y la música, como si estas artes fueran más puras que la arquitectura o la pintura...
En cualquier caso, e incluso en Hegel, queda clara esta inevitable relacionalidad, este imprescindible ponerse en relación de componentes ontológicamente diferenciados.
La centralidad de este ponerse en relación ha quedado, por lo demás, claramente de manifiesto en el pensamiento estético que va de Kant a Mukarovsky, en la medida en que ha planteado la definición de las ideas estéticas en función de la imposibilidad de su reducción a concepto. Los conceptos, lógicamente, funcionan asociando aquello conceptuado a uno u otro de los estratos de la fábrica de lo real, así hay conceptos de lo orgánico, de lo psíquico, etc...
Vamos pues a sostener que lo estético, igual que lo eléctrico, funciona justamente como juego de facultades, como relación entre esos estratos y sus dispositivos -sean obras de arte o experiencias estéticas, fuentes o transformadores- si bien pueden tratarse bajo cualesquiera categorías, no pueden, de modo característico reducirse a ninguna de ellas ni a sus conceptos correspondientes sin perder lo que son: una carga relacional dispuesta en un circuito.

Por supuesto que no han dejado de aparecer intentos por descomponer el circuito, segregando sus componentes e intentando explicar el todo mediante una parte que, al ser separada del resto, podríamos diseccionar mejor. De ese modo, podremos tener una experiencia estrictamente fisiológica, o realizar un análisis específicamente histórico o formal de cualquier obra de arte, limitándonos a escuchar tales y cuales frecuencias de sonido, o combinar estos o aquellos matices de escuelas y maestros, pero eso, siendo perfectamente legítimo en términos epistemológicos, ni constituye ni da cuenta propiamente de una experiencia estética. Hablaremos, sin embargo, de una experiencia -y de una reflexión- estética en cuanto incluyamos en el circuito al menos dos o tres de estos niveles o estratos de percepción y sentido, y en cuanto lo hagamos no de un modo acumulativo, como quien amontona fichas o cromos, sino en la medida en que esos diferentes estratos se pongan en juego mutuamente, hasta el extremo de que lo que aprendemos de uno de ellos nos viene dado a través de otro completamente diferente...

1Citada por Dennis Dutton en “But they do not have our concept of art” en Noel Carroll (editor) Theories of art today, The university of Winsconsin Press, 2000, pág 224
2Para más información sobre la teoría de los estratos y las leyes que los organizan vease el capítulo dedicado a ellos en este mismo ensayo.
3Obviamente no vamos a entrar en todo el idealista trapo implícito en la argumentación hegeliana y su limitada concepción de la aparición sensible como Oberfläche, superficie. Nos interesa ahora la parte lógica, relacional de su argumentación y por eso lo traemos a colación.

4W. Biemel, La Estética de Hegel, Universidad de Colonia 1962, pág 150

jueves, 23 de enero de 2014

Estratos, categorías, valores

Distinciones útiles.


La reflexión estética como cualquier otra disciplina necesita de herramientas. La tabla de los modos positivos y negativos con sus leyes intermodales nos permitirán explicar y dejar fluir algunas de las distribuciones básicas de la sensibilidad y la acción estética, sin tener que simplificar forzadamente las diferentes tendencias y realidades de lo estético, lo artístico y lo cismundano.
Pero pese a la fuerza de la tabla modal, o quizás por dicha fuerza, será preciso que integremos los modos y las categorías modales en un marco de pensamiento más amplio. Para ello nada mejor que volver la mirada sobre la historia del pensamiento estético, puesto que en él se encuentra todo un disperso tesoro de hallazgos fundamentales que nuestra apresurada, embotada y soberbia contemporaneidad apenas tiene tiempo de apreciar.
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Siempre es recomendable tener presentes a los clásicos, y si se pretende dar cuenta de una tradición tan amplia que vaya del arte arcaico a la vanguardia, de la belleza natural a la generada por ordenador, entonces ya esta vuelta al arsenal conceptual clásico es poco menos que inevitable.
En concreto lo que nos interesará recuperar y repensar es la vieja distribución entre lo ontológico, lo epistemológico y lo axiológico:lo que hay, lo que podemos conocer y lo que nos permite organiza nuestra acción. Estos han sido los pilares de la reflexión filosófica desde antes de Aristóteles y más allá de Kant.
Por supuesto que una distribución no es un hachazo, ni la distinción entre estos niveles supone congelarlos, separándolos entre si. Antes al contrario, sólo distinguiéndolos y apreciando sus especifidades podremos luego verlos juntamente formando modos de relación, dando cuerpo a la “complejidad”.
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Incluso entre pensadores recientes y tan modernos como Gerard Genette, se habla de “atención estética” cuando a la atención a los aspectos formales se añadía una dimensión apreciativa que animaba y orientaba dicha atención aspectual1. Y estaba bien avanzar la distinción y la coalescencia entre ambas cosas, entre el aspecto cognitivo y el evaluativo... aunque seguramente el esfuerzo de Genette para aquilatar la atención estética funcionaría mejor si a la dimensión formal y a la apreciativa se añadiera una tercera dimensión, a saber, la estrictamente material.
Con ello podríamos proceder a recuperar tres distinciones, procedentes del acervo clásico del pensamiento estético y que precisamente dan cuenta de esas tres dimensiones: la material, la formal y la apreciativa. Se trata de los conceptos de Estratos, Categorías y Valores, que resultarán pertinentes respectivamente en los planos de lo ontológico, lo epistemológico y lo axiológico.
Ello supone asumir que los estratos dan cuenta del mundo tal como es.
Las categorías nos lo presentan tal y como -de diferentes modos- nos es dado conocerlo.
Los valores tal y como lo hacemos a través de nuestra acción y sus prioridades.

Implícitas en nuestro designio de recuperación conceptual hay varios axiomas que quizás alguien se sienta tentado de rechazar. Son los siguientes:

Que el mundo existe. Lo cual, tal y como van las cosas no es ninguna tontería.
Que podemos conocerlo, al menos en parte.
Que podemos intervenir en él -por humilde que sea nuestra intervervención- mediante nuestro quehacer y sus prioridades.

Tal y como los entendemos, estos tres axiomas han de aceptarse o rechazarse en su conjunto, puesto que como veremos, es primero imprescindible diferenciar estratos, categorías y valores para no confundir sus respectivas funciones, pero de inmediato es imprescindible entender cómo funcionan en sus conjuntos, en los modos de relación que tienden a conformar.
Este funcionar conjunto se da tanto de abajo hacia arriba (de lo ontológico a lo formal y lo axiológico) como al revés, de tal modo que desde lo más alto -abstracto y plástico- se vuelve siempre a empezar ciclo, orientándose nuestras acciones axiológicamente hacia nuevas regiones de lo ontológico a las que quizás no habíamos prestado suficiente atención y que ahora, desde esa renovada prioridad axiológica se convierten en objetos prioritarios de nuestra fábrica categorial y en nuevo catalizador de ulteriores ajustes axiológicos, de reorganización de nuestra mirada para el valor.

Por explicarlo en otros términos, esto acaso se entienda mejor si dejamos claro que si bien los estratos comparecen siempre mediados categorialmente, esto no nos permite concluir que nada hay fuera del discurso. Es tiempo de advertir los excesos del neokantismo y el textualismo derrideano entre otros. De todas sus investigaciones no se puede legitimamente concluir sino que nada podemos conocer fuera de los esquemas cognitivos de los que histórica y socialmente nos dotamos. Eso, que a todo esto ya lo sabíamos con Kant, no ha dejado de enmarañarse y no es mal momento para volver a aclararlo.

A su vez también habrá que sostener que si bien las categorías siempre se despliegan axiológicamente orientadas, dicha contaminación axiológica no anula en absoluto el potencial cognitivo de las categorías, sólo lo situa, lo arraiga social e históricamente, permitiéndonos entender mejor tanto los alcances como las limitaciones de cada conjunto categorial. Es decir, sabemos como todos los pensadores de la sospecha se han preocupado de hacer notar, que el conocimiento no es puro, sino que está trufado de valores, prejuicios e ideologías... y sabemos -históricamente lo sabemos- que nada de eso ha impedido que el conocimiento diera cuenta -al menos en parte- de algo que efectivamente existía -desde las estrellas hasta las bacterias- y que nos importaba conocer.

Como recuerda Lukács “hace falta alcanzar una determinada altura en el desarrollo de las fuerzas productivas, de la división social y tecnológica del trabajo, etc para que esas fuerzas puedan entrar en contacto con objetos y complejos naturales que en sí mismos existían ya antes. Por ejemplo, para los hombres de la edad de piedra no existían las minas metalíferas2. El mundo evidentemente era “el mismo” para ellos y para nosotros, las relaciones de dependencia y emergencia entre estratos -como veremos- eran las mismas, pero había entre ellos y nosotros, como la habrá entre nosotros y los humanos de dentro de un par de siglos, una clara diferencia categorial. “Ninguna sociedad -vuelve a decir Lukacs- ha estado nunca en intercambio con la totalidad extensiva e intensiva de la naturaleza3, sino sólo con aquellas secciones de la misma, aquellos estratos para percibir las cuales tenía categorías. Parafraseando a Marx y Engels4 podríamos decir que en cada estadio de la historia se da una suma de fuerzas de producción, una serie de modos relación con el mundo, que es heredada -más o menos resignadamente- por cada generación de la que la precede. Una serie de modos de relación que será acaso modificada por la nueva generación pero que prescribe a esta sus propias condiciones vitales y le da una determinada evolución y un carácter especial. De tal modo, se puede decir que los hombres hacen las categorías y las categorías hacen a los hombres. Obviamente, sólo las versiones más mecanicistas del marxismo han podido sostener que es la evolución económica la única que está detrás del conjunto de categorías que una sociedad dada es capaz de desplegar. Como hemos visto, tanto en Marx como en Lukács, se da una atención clara al grado de desarrollo tecnológico, jurídico o estético (por citar unos pocos) que de hecho aportan también categorías específicas que nos hacen ver unas u otras secciones y aspectos del mundo que de otro modo no seríamos capaces siquiera de percibir.
La comparecencia histórica de las categorías -como tendremos ocasión de ver en el capítulo dedicado a ellas- no sólo pone de manifiesto ese descubrir y poner en obra aspectos pasados por alto de los diversos estratos sino que además conllevan la aparición de otras categorías más que son, por así decir, exigidas por las primeras. Así la categoría de la “biodiversidad” en su desarrollo e implementación ha traído una redefinición de la noción de complejidad y ha exigido a su vez el concurso de la categoría de resiliencia (aplicada a un ecosistema complejo y no a un material).
Y ahí, de la mano de este mismo ejemplo, se deja aprehender el segundo cruce conceptual que hacíamos al principio, a saber que las categorías se dan siempre orientadas axiológicamente, seleccionadas y organizadas, por ejemplo, según teleologias del valor más alto o más ancho. Y muy a menudo estas orientaciones axiológicas comparecen cerradas al análisis, estructuradas modularmente, es decir opacas a la inspección y pretendiendo ser automáticas y eficientes en su performatividad. Esto requiere clarificación y combate.

Así por ejemplo toda vez que contamos con las ya mencionadas categorías de biodiversidad y resiliencia corresponde al nivel de lo axiológico establecer unas prioridades, unas proporciones si se quiere y una dirección determinada, una orientación. Seguramente haya casos en que a partir de la mera información proporcionada por las categorías desplegadas quepa tomar una decisión -y esto es particularmente cierto del ejemplo que hemos tomado- pero incluso en este caso no tenemos que tener miedo de llevar la cuestión a un plano axiológico, un plano en el que los valores -como veremos- no constituyen reductos opacos, sino que son siempre elementos que deben ser combinados con otros, puestos en juego y en orden de un modo público y transparente, para así saber a qué atenernos. Así sin duda el valor del bienestar o incluso el del lucro privado pueden o no ser valores en sí perfectamente legítimos y como tales no han de temer verse las caras con otros valores como el cuidado de las generaciones futuras o la generalización de niveles altos de calidad de vida ambiental.
Por supuesto que no vamos a entrar en estas discusiones, más propias del ámbito disciplinar de la ética, pero valgan los ejemplos aducidos para reforzar la tesis de base, una tesis que sin duda va a ser relevante para nuestro análisis estético.: los valores siempre se ponen en juego sobre el terreno acotado por las categorías. O dicho de otro modo a cada valor corresponden una o varias categorías que proporcionan el medio sobre el que el valor hace lo que tiene que hacer, es decir, juzgar o evaluar. Esto no supone, para nada, confundir el ámbito cognitivo y el evaluativo. Antes al contrario se trata de poderlos distinguir para luego ponerlos en una conexión que respete su autonomía.

Algo nos puede placer sin concepto, como quería Kant, pero no sin categorías de uno u otro orden, ya hayan sido explícitamente desarrolladas y educadas o simplemente las hayamos traído a rastras de otro ámbito cualquiera de nuestra experiencia.
Esto nos llevará de lleno al problema de la belleza, como muestra del problema de lo axiológico, que luego veremos con todo detalle. Cuando decimos de algo que nos gusta, siempre -lo sepamos o no- nos estamos refiriendo a uno o varios ejes categoriales: la armonía, la simetría, la proporción... o lo bizarro, lo sorprendente o lo terrible. Tanto da. Toda belleza -todo orden de belleza- se dice siempre aludiendo a un determinado óptimo categorial, o si se quiere ser más preciso, un óptimo modal, puesto que por lo general nos las veremos no con la excelencia o el logro de una única categoría aislada, sino con el óptimo desplegarse de un equilibrio -típico y concreto a la vez- de varias de ellas que comparecen según un determinado modo de relación. La belleza entonces no es ni absoluta ni relativa: es relacional.

Y son estas relaciones, estos modos de relación, los que en un momento dado tienen una consistencia tal que las hace reales, tal y como han sostenido los pensadores realistas, como Eddy Zemach5 que han enfatizado que los juicios estéticos sobre belleza tienen un manifiesto valor de verdad puesto que “la belleza, fealdad, gracia, donaire y propiedades estéticas similares son rasgos reales de objetos públicos y que el que estos rasgos se den es una cuestión de hecho que puede ser empíricamente contrastada6
Lo que el pensamiento modal puede hacer en este escenario es distinguir entre los elementos que aquí hemos introducido, haciendo notar que los juicios se dan inevitablemente a partir de un campo categorial dado y que las categorías de las que dicho campo se compone pueden variar con el tiempo, dejando de estar presentes aquellas que -en su día- sirvieron de base para uno u otro juicio de valor. La discusión toda entre nominalistas y realistas se contiene así en la definición misma de las categorías como algo más que predicados y menos que principios. Los realistas como Zemach tienen razón al sostener que los juicios, realizados sobre un campo categorial, tienen un valor de verdad, porque ponen de manifiesto algo que es más que un predicado, algo que de hecho, conviene al objeto en cuestión. Por su parte los nominalistas como Goodman tienen también razón porque dichos juicios, y las categorías sobre las que se apoyan, son menos que principios y por ello no agotan ni definen exhaustivamente al objeto, pudiendo incluso dejar de estar presentes en nuestra aprehensión de la cosa en cuestión.
Todas estas cuestiones son apasionantes sin duda, pero para poder abordarlas con más claridad y solidez tendremos antes que exponer con mucho mayor detalle, tal y como nos proponíamos, las distinciones útiles de los estratos, las categorías y los valores.




1Gerard Genette, La relation esthetique, 1997, p.16
2G. Lukács, Estética, Tomo IV pág. 313
3Ibidem, pág. 313
4Marx y Engels, La ideología alemana, pág. 26 y ss,
5Eddy M. Zemach teaches philosophy at the Hebrew University of Jerusalem. He is the author of The Reality of Meaning and the Meaning of 'Reality' (2002)and Types: Essays in Metaphysics (1992).
6Eddy M. Zemach, Real Beauty, 1997

martes, 14 de enero de 2014

Belleza, las crisis de la Gran Teoría



A nadie sorprende que la belleza haya dejado de ser, si es que alguna vez lo fue, el valor central de lo estético. Si primero se la intentó complementar con otros valores como el de lo sublime, la gracia, la perfección, bien pronto con el inicio del Romanticismo y las vanguardias la belleza se desterró como un valor propio de las estéticas complacientes de la burguesía más retrograda. Se hizo difícil perseguir la belleza sin acabar cayendo en brazos del kitsch más horroroso.
Por lo demás y la historia del arte nos daba en esto una buena base, la belleza nunca había acabado de ser la misma. Como dice Roman Ingarden: “cuando comparamos la belleza de un templo corintio... con la belleza de una basílica románica o de una catedral gótica... todas estas grandes obras son indudablemente bellas en el auténtico sentido. Su belleza es sin embargo intensamente distinta; tan intensamente, que si se pretendiera reunir en una sola obra todas estas “bellezas” sólo habría de originarse una terrible disonancia”1
La cuestión es tanto más grave si consideramos que una de las definiciones del arte más asentadas a lo largo de los siglos ha sido la que vinculaba el arte a la producción de belleza. Era sencillo: sabíamos que estábamos haciendo arte porque producíamos algo bello.
Claro que con ello desplazábamos el problema de la definición del arte hacia el de la definición de la belleza, o la Belleza que es francamente peor.
El caso es que esto que ahora nos parece tan complicado estuvo bien claro durante más de dos mil años: la belleza no podía ser sino el resultado del equilibrio, la proporción y el orden más depurado. O mejor, mucho mejor dicho, habida cuenta de la incontenible variedad de los significantes de la belleza: el resultado de alguno de los múltiples equilibrios, proporciones y ordenes existentes.
De hecho, la arquitectura clásica no consiste en un único estilo, como es bien sabido los ordenes dórico, jónico y corintio se hallaban estrechamente relacionados respectivamente con las categorías de lo austero, lo suave y lo emocionante, permitiendo con ello una evidente modulación de la temperatura emocional de la intervención arquitectónica.
Del mismo modo toda la música antigua se organizaba, y eso explica las rabietas de Platón, según diversos y múltiples modos: dórico, jónico, frigio, lidio, mixo-lidio etc ligados a la vez a diferentes escalas musicales así como a diferentes complejos situacionales y conductuales, a diferentes juegos de lenguaje si se nos permite el excurso.

Estas particiones o distribuciones de lo estético eran –igual que los valores en la ética de Hartmann- tan naturales como artificiales, se las consideraba en palabras de Valery como el florecimiento natural de una flor artificial. Esto es los sistemas de distribuciones, las diferentes proporciones y ratios que dan pie a cada belleza tienen todo el aspecto de haber estado siempre ahí y de que, una vez entendidos difícilmente podremos escapar a su influjo, como si tuvieran un cierto carácter objetivo, seguirían siendo valiosos aunque no los estuviéramos viendo o hubiéramos perdido la mirada específica para su valor. Eso sí, para resultar generativos tienen que organizarse en pequeños sistemas productivos que llamamos poéticas, sin los cuales, apenas podemos aludirlos. En tanto poéticas dependerán más claramente de su estar en relación con nosotros, con agentes dotados de la oportuna mirada para el valor, para la específica medida y proporción que constituye cada orden de belleza.

Esta comprensión del arte y la belleza, que aspira a cierta objetividad y que no obstante se estructura siguiendo las pautas y exigencias concretas de esta o aquella poética, ha sido la inteligencia predominante en el ámbito del arte en Occidente, dando pie a lo que Tatarkiewicz llamaba la “Gran Teoría”. Iniciada por los pitagóricos en el siglo V antes de Cristo, se mantuvo vigente con variaciones y ligeros retoques durante toda la Edad Media, fue sostenida durante el Renacimiento y hasta bien entrada la Ilustración. Más de dos mil doscientos años, no está mal.

Obviamente no estaría de más intentar entender como un marco teórico tan potente y estable, capaz de atravesar épocas y modulaciones del gusto tan diferentes, dio en desaparecer hacia principios del siglo XIX.
Podría pensarse que la crisis de la Gran Teoría se debió a la mayor complejidad de los gustos modernos y a la demanda de una creciente variedad estética, pero es difícil sostener semejante tesis a la vista de las variaciones y las multiplicaciones del gusto que también se dieron entre la Era de Pericles y la Ilustración, nada menos, y que no lograron hacer zozobrar la Gran Teoría. Hará falta algún otro tipo de cataclismo o lenta sedimentación para poder dar cuenta de esta crisis teórica.


Para empezar, parece claro que lo que a mediados del XVIII y ya de lleno en el XIX se puso en crisis no era, ni mucho menos, la idea misma de belleza propia de la Gran Teoría, sino el remedo acartonado que de ella había ido haciendo el academicismo. La transición hacia el capitalismo y el estado moderno, con sus vertiginosos cambios sociales, económicos y políticos, con su abandono del campo y su –históricamente única- quiebra de los modos de vida del campesinado y la nobleza feudal, agudizó la dificultad de organizar y mantener conjuntos estables de valores estéticos, conjuntos que por su misma estabilidad fueran capaces de reformularse y adaptarse a las inevitables variaciones y ajustes que se exigen siempre de cualquier sistema axiológico sea estético o ético. La reacción ante tal grado –hasta entonces desconocido de inestabilidad, desarraigo y fragmentación, fue la orientación hacia una cultura estética claramente escorada hacia lo disposicional, una cultura estética de lo posible que primaría lo experimental, la ocurrencia y lo episódico. El gran arte, el arte que se construye desde la categoría de lo necesario no por ello había de desaparecer, ni mucho menos, pero quedaría desplazado aunque más no sea cognitivamente: en la modernidad tardía a los artistas de lo necesario se les percibe y se les juzga mediante las categorías de lo posible. Es difícil dar con una apreciación más inoportuna y más injusta por lo demás.

En lo que sigue sostendremos que los que suelen mencionarse como criterios para determinar la belleza en el seno de la Gran Teoría: medida, forma y orden, pueden sin demasiada dificultad ser reformulados como otras tantas aproximaciones a lo que hemos llamado necesidad interna, tal y como ha sido formulada en su relación con los sistemas autopoiéticos. En ese sentido, la obsesión de la Gran Teoría por mantener las proporciones y armonizar las partes, nos daría la garantía de que cada criatura y cada poética serían lo que tienen que ser, es decir, auto-organizadas y por ello plenamente capaces de seguir su conatus y hacer su quehacer. Se asentaría así, mediante la noción de autopóiesis, el derecho de una pluralidad de principios formativos, de una diversidad generativa.
En esa autopoiesis hay medida y hay exceso, la dosis y orden específico de exceso que cada criatura o cada poética es capaz de asumir. Por eso, para el seguidor de Plotino, Pseudo-Dionisio, la belleza podía aprehenderse en función de dos claves: proporción y esplendor, o si lo preferimos: contención y desbordamiento. Acaso no sea descabellado sostener que la proporción remite a los límites de la medida interna propia de cada poética o criatura, mientras que el esplendor alude a la exuberancia, al orden de exceso específico de cada “quehacer” como hemos dicho y característico también del juego de las facultades estéticas que, por su juego desrealizador, precisamente puede tensar las criaturas y las prácticas hasta dar lo mejor de sí mismas, como Antígona o Hamlet.
Esto nos proporciona la clave de la recurrente idea de perfección tan largo tiempo asociada a la belleza. No se trata –claro está- de una perfección absoluta, válida para cualquier criatura u objeto, sino de la perfección entendida como el cumplimiento, el logro inherente a cada específico nomos, a cada específico modo de hacer y hacerse. No de otra forma pudo Viperino sostener en su Tratado de poética la concurrencia de belleza y perfección: pulchrum et perfectum idem est. Perfecto era todo aquello que se llevara a cabo su propia disposición y que se desarrollara según sus propias proporciones. Lo feo o lo monstruoso solo lo son en tanto rarezas, en tanto que resultan insostenibles por no poder dotarse a sí mismos y sus descendientes de una norma y una proporción. Todo lo demás puede ser bello si se cumple, si se logra siguiendo la norma que le es inherente.
Esta relación de la belleza con la perfección como logro, como pleno cumplimiento modal se ve con toda claridad aun en el pensamiento estético de la Ilustración alemana, así Mendelsohn que recurrirá al término Vollkomenheit, al entender la belleza como la figuración confusa de la perfección, undeutlich Bild der Vollkommenheit; o el pintor Mengs que no quiso olvidar la relación del aparecer inherente a lo artístico y por ello sostuvo una definición de belleza como «idea visible de la perfección: sichtbare Idee der Vollkommenheit. Etimológicamente la Vollkomenheit sería “la cualidad de lo plenamente llegado”, llegado –claro está- a sus propios límites, a las lindes de su propio exceso.


Pero al hablar de belleza como cumplimiento específico, como plenitud de lo que se logra, como el grado óptimo de un determinado modo de relación, podríamos pensar que la Gran Teoría se acercaba peligrosamente a la escarpada pendiente del esencialismo. Posiblemente sea esa una de las malas inteligencias más frecuentes en relación al pensamiento premoderno y a la Gran teoría en particular.
Por el contrario, cuando se estudia con detalle la teoría estética premoderna, no deja de llamar la atención su consistente tendencia a entender la belleza en términos relacionales, que no esencialistas, pero tampoco relativistas ni subjetivos. La Gran Teoría no puede sino sostener una suerte de pluralismo relacional objetivo.
Así por ejemplo Duns Scoto siempre dejó bien claro que la belleza no era “una cualidad absoluta de un cuerpo, sino el conjunto de todas las propiedades que el cuerpo posee…así como el conjunto de relaciones de estas con el cuerpo y entre sí”.
Tanto Scoto como el mismísimo Occam admitieron que la belleza podía ser considerada algo objetivo, siempre que se dejara claro que se trataba de una relación, no de una sustancia. En la sustancia no hay tensión ni cambio, la relación es siempre un “orden a través de las fluctuaciones” una estructura disipativa en la que se deja ver el juego entre orden y caos, entre lo necesario y lo posible, lo que tendría que ser y lo que viene siendo…

Y esa era la tesis griega tradicional, de Aristóteles a Plótino: la belleza era una relación objetivamente existente entre las partes del objeto que se contempla, una relación que nos habla del cumplimiento o ignorancia de su propia ratio, de su necesaria autopoiesis. En las sucesivas refomulaciones y refinamientos de la Gran Teoría no se dejó de avanzar en esa dirección. Así, por ejemplo, Basilio Magno sostuvo que no tenía que limitarse necesariamente a una relación entre las partes del objeto, sino que cabía pensar la belleza también como la relación que existe entre el sujeto y lo que éste contempla. Vitelio también mantuvo este carácter relacional y disposicional para explicar la evidente diversidad de gustos: al objeto de contemplación se cruzan siempre los hábitos que forman el carácter, el propius mos, la costumbre característicamente propia de cada cual. En este sentido, la belleza pertenecía tanto al objeto corno al sujeto, o mejor dicho era implícita al modo de relación que se establecía entre ambos .
Lo característico de esa relación, de cada concreta modulación de la relación, que no dejaba de ser un consensus et conspiratio partium, era -como ya hemos adelantado y como seguiría defendiendo Schiller mucho más tarde- la capacidad de darse a sí misma su propia norma, estableciendo las específicas pautas de desarrollo, de plenitud y coherencia por así decir en cuyo logro se cosechaba la belleza como grado óptimo de cumplimiento del concreto modo de relación en que nos hallábamos inmersos.

1Roman Ingarden, Lo que no sabemos de los valores, Ediciones Encuentro, Madrid 2002, pág.14