domingo, 18 de diciembre de 2011

Michael Douglas en el planeta de los simios.

Consideraciones en torno al específico modo de operar de la monstruosidad endógena. Una vez expuestos nuestros cuatro prototipos básicos de monstruosidad, y especificadas sus escalas y niveles de intervención, podemos abundar un poco más en aquello que podría ser, por así decir, el quehacer característico de cada uno de los monstruos. Querremos ahora proponer una acción, una forma verbal susceptible, de alguna manera, de dar cuenta de la consistencia operacional de cada monstruosidad, de aquel quehacer mediante el que cada uno de los monstruos se juega el tipo... sin abandonar -eso nunca- su estilo y especificidad modal. En un primer acercamiento vamos a sostener las siguientes correspondencias: Los Monstruos Aristocráticos comparecen. Los Monstruos de Masas se amontonan. Los Monstruos endógenos se desbordan. Los Monstruos experienciales se obcecan. Sólo a nota de breve observación, empezaremos aclarando porqué podemos sostener, respecto al monstruo aristocrático, que el peso tanto de su constituirse como de su operacionalidad misma, recae en lo que llamaremos procesos de comparecencia. Tanto cuando están como cuando no están, estos monstruos se distinguen en la medida en que cuidan escrupulosa y un tanto narcisísticamente su comparecer. Diríase que todo monstruo aristocrático es un esmerado escenógrafo de sí mismo, de sus apariciones y ocultaciones que rodea de vistosos trucos y escogidos efectos. Tanto los momentos en que el monstruo se deja ver como aquellos en los que elige ocultarse, han sido cuidadosamente construidos y equilibrados: así Drácula abriendo su capa o reposando solemne en su ataúd... Los monstruos de masas, por su parte, revelarán su especificidad al amontonarse, al agruparse de un modo no necesariamente más organizado que un montón de zombies o una marabunta de hormiguillas, confiando meramente en su número y su peso muerto. Esa es la específica estructura del miedo que recogía Ortega cuando alertaba del hecho básico del crecimiento y amontonamiento de las multitudes en las sociedades de masas: “la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización”. Es su hacinarse lo que les da presencia poder y especificidad. Igual que los monstruos aristocráticos asustan y paralizan al asustado, hipnotizándolo con su forma de comparecer, los monstruos de masas asustan en virtud de su capacidad inercial para arrollarnos, devorarnos o transformarnos en otra cosa. Pero es en relación al monstruo endógeno y su característico desbordarse, en lo queríamos centrar este artículo. Para ello, es preciso empezar considerando que semejante movimiento, el del derramarse o desbordarse de dentro a afuera, no puede darse si no es en relación a un conjunto orgánico que hay que postular como algo previamente existente, aunque sepamos que es mentira; un conjunto orgánico dotado de todos los atributos de estructuración y estabilidad que podamos reunir, organizado mediante la subordinación a fines de sus partes... Para que el monstruo endógeno pueda hacer su quehacer e implosionar o desbordarse, entonces, tiene antes que señalar un organismo, una trama jerarquizada susceptible de salirse de sus casillas. Seguramente uno de los primeros momentos de la historia moderna en que, con mayor claridad, se ha dejado ver ese miedo a la desconfiguración que acecha desde dentro mismo del cuerpo físico o social, sea en el periodo de la Reforma y las guerras de religión. En este momento y esto se puede rastrear de Cervantes a Shakespeare pasando por Calvino, se puede pensar que todavía sigue vigente una concepción del cosmos, según la cual a cada cosa corresponde un lugar y en la que hay un lugar para cada cosa. Se trata de una figuración del orden que es a la vez cósmico, social y biológico, un orden que tiene los caracteres de lo jerárquico y de lo orgánico a la vez, del que no puede fallar ni una sola pieza puesto que como dijera por aquel entonces Richard Hooker “ Si consideramos siquiera la posibilidad de que desapareciera o fallara cualquiera de las cosas principales, como el sol, la luna o cualquiera de las esferas celestes o elementos… quien no creerá que la segura secuela será la ruina de ese elemento y de todo lo que de él depende”. Planteado este orden, tan omniabarcante, tan cerrado en sí mismo y tan frágil como el Licenciado Vidriera, la teoría de la amenaza que nos acecha con el final del renacimiento no puede ser sino la del arruinarse de ese delicado y consistente paraíso repertorial mediante la acción de fuerzas contenidas en el mismo, fuerzas que como si de un cancer se tratara dan en desconocer su verdadera función y se extralimitan al punto de provocar y acompañar la ruina del conjunto. Esta ruina que sale desde dentro mismo del cuerpo es -como hemos dicho- una idea recurrente en Shakespeare: en el famoso soneto número 35 por ejemplo, o en el discurso de Laertes a su hermana, en que también recurre a la figura del cancer que amenaza desde dentro a aquello aparentemente más fresco y tierno: The canker galls the infants of the spring, Too oft before their buttons be disclosed Con la experiencia de la Reforma y las guerras de religión se ira confirmando esta teoría del miedo manierista, la teoría del miedo que precede y acompaña a la Ilustración y que se expresará en el postulado de un hombre que, siendo pieza fundamental del equilibrio orgánico del mundo, siendo nexus et naturae vinculum ha cometido la audacia y la impudicia de romper los diques que delimitaban su poder y daban medida de sus alcances. ¿Qué es lo que sucede cuando el hombre que ha sido “concebido para el servicio de Dios, del mismo modo que las demás criaturas han sido concebidas para estar a su servicio” desborda sus límites? ¿No se seguiría de ello que “el resto de las criaturas, que estaban sujetas y vinculadas al hombre, se insubordinarían igualmente, desbordando lo que venía siendo su lugar natural”1 Se da por tanto en este hombre del manierismo, en esta monstruosidad endógena una especie de descomposición y rebelión de lo orgánico, de los componentes de lo orgánico que al desbordarse muestran que no están dispuestas a seguir aceptando su rol subordinado y predeterminado. Hay entonces una rebelión de los fragmentos que conllevará la destrucción tanto de ellos mismos como la entidad de orden superior que los albergaba. Ese es el miedo característico de muchos de los personajes shakespereanos, desde Bruto en “Julio Cesar”2 cuyo fuero interno vive una insurrección a Hamlet y su tío, el usurpador Claudio, quienes desde sus diferentes posiciones constatan la monstruosidad inherente a que el hermano menor rompa el orden visceralmente orgánico y mate a su propio hermano para arrebatarle su reina y su corona: O, my offence is rank it smells to heaven It hath the primal eldest curse upon't, A brother's murder. En este caso, como en toda teoría de la amenaza que se precie, podemos verla operativa tanto en el nivel moral, casi teológico, como en forma de acecho político: así sucede con la revuelta de Laertes quien, del mismo modo que si el oceano desbordara sus límites, anegando las llanuras, desborda la guardia de palacio y alcanza el salón del trono: The ocean, overpeering of his list, Eats not the flats with more impetuous haste Than young Laertes, in a riotous head, O'erbears your officers. The rabble call him lord; Por supuesto que este desbordarse es uno de los movimientos básicos de cualquier desarrollo morfológico, por eso esta monstruosidad manierista, tan altamente característica de gente agotada, próxima a derrumbarse, tan propia de un fin de ciclo nos irá acompañando a lo largo de la historia y volverá a manifestarse una y otra vez. Ese mismo desbordarse característico será el desbordarse de las masas viscosas y caóticas en los alborotos y las matanzas de las guerras de religión, los pogroms o las revoluciones como La Comuna de París. Al final de la Primera Guerra Mundial, se manifestará de modo generalizado en la literatura de guerra que alude de modo persistente3 al desbordarse de las masas de vísceras a las que tanto teme el soldado amenazado por obuses y granadas, así como al desbordarse de las masas de soviets en la retaguardia alemana: “En el momento en el que se priva al soldado del apoyo de alguna forma de organización externa, amenaza la desintegración. La desintegración era la amenaza que acechaba, por ejemplo, cuando el ejército fue desmovilizado en Noviembre de 1918”4 El fascismo incipiente de los Freikorps se construirá, tal y como ha demostrado Klaus Thewelheit sobre el miedo a estas dos masas gelatinosas: la que todos llevamos dentro y las masas revolucionarias que contiene todo estado. De la mano de la este orden de monstruosidad, y el temor al desventramiento del cuerpo fisiológico o el social hacia el final de la Primera Guerra Mundial, la cadena de recurrencias modales nos lleva a uno de los clásicos de la historia de la ciencia ficción: El planeta de los simios. Tanto en la película original como en las diferentes secuelas de los años 70, no deja de apreciarse el funcionamiento específico de este orden de monstruosidad endógena: su ruptura del orden natural por desbordamiento. Lo que se presenta como monstruoso es, primero, el momento en que los simios sobrepasan los límites de lo que se suponía su lugar natural, dentro del jerarquizado orden de las especies. Hay un desbordarse de los simios, del orden de la naturaleza en su conjunto, cuando los monos abandonan sus jaulas y anegan la sociedad humana, inundándola en su ataque -la escena de los simios con Kalashnikov asaltando los centros de poder es del todo antológica-. Con todo, lo que más interesa de la serie de peliculas es que con la toma del poder por parte de los simios lo único que no desaparece es esa misma amenaza de ruptura de las paredes abdominales entre los diferentes estratos del ser, de los diques de contención categoriales que mantienen a cada cual en “su lugar”, el desbordamiento se convierte enseguida en el principal temor que tienen los simios, el temor a ser a su vez desbordados por los humanos, en lo que constituiría una nueva desintegración de lo que se había vuelto a postular como el orden natural y orgánico de las especies. Otro gran ejemplo del funcionamiento característico de esta monstruosidad endógena es “Un día de furia”, dirigida por Joel Schumacher en 1993. En ella Michael Douglas no hace otra cosa que desbordarse, salirse de sus casillas, perdiendo el dominio de sus acciones y de su propia y miserable vidilla. Douglas conduce su utilitario por Los Angeles cuando se ve atrapado en un atasco, calor sofocante, ruido infernal, niños gritones, y una mosca cojonera. El principio de la pelicula explica muy bien en qué consiste ese desbordarse, que en ese caso se resuelve saliendo del coche y dejándolo abandonado en el atasco. A partir de ese gesto, tan inverosimil en LA, la suerte está echada. No puede uno ir andando por LA sin provocar toda una serie de catástrofes de alcance cósmico, cuando Michael Douglas abandona su “lugar natural”, cuando abandona su coche, acaso no era de esperar que “el resto de las criaturas, que estaban sujetas y vinculadas al hombre, se insubordinarían igualmente, desbordando lo que venía siendo su lugar natural”5 Toda la película no puede ser ya sino la consecuencia modalmente lógica de ese primer desbordarse y en cada nuevo episodio se repite el mismo patrón: Michael intenta mantener las formas del viejo orden hegemónico, tratar a cada cual según su honor y dignidad -el de Michael como blanco de clase media respetable- para fracasar invariablemente ante el desbordarse de los elementos que debían conocer su lugar natural de subordinación y limitarse a permanecer en él. Pero ni el tendero coreano, ni los jóvenes latinos, ni los empleados del WhammyBurguer aceptan dicha limitación ni mucho menos la naturalidad del lugar que les asigna Michael... claro que tampoco -por otro lado- es Michael un respetable blanco de clase media. Despedido de su trabajo en la obsoleta industria armamentística, ha dejado de ser „viable“ económica y socialmente. Ya no es ni puede ser -si es que alguna vez lo ha sido- el nexus et naturae vinculum. El puente de Londres -como dice la cancioncilla que da titulo a la pelicula- se está cayendo, se cae como esos edificios que implosionan y se derriban hacia dentro, dejando sólo una nube de polvo. El Puente de Londres se está cayendo, como todo lo demás y el lago Havasu -por si no lo teníamos claro- no es más que un triste charco de barro al borde del cual se pudren como hojas los policías jubilados.

2 comentarios:

Rafael dijo...

Jordi no encuentro las citas de tú artículo. Puedes proporcionarlas. Gracias

jordi dijo...

Ya, es que el blogger este no coge las notas a pie de pagina, asi le aspen.
si me das tu correo te mando el articulo entero con las notas incluidas.
puedes mandarme la direccion a mi correo;
diosmiodamepaciencia gmail.com