domingo, 18 de diciembre de 2011

Michael Douglas en el planeta de los simios.

Consideraciones en torno al específico modo de operar de la monstruosidad endógena. Una vez expuestos nuestros cuatro prototipos básicos de monstruosidad, y especificadas sus escalas y niveles de intervención, podemos abundar un poco más en aquello que podría ser, por así decir, el quehacer característico de cada uno de los monstruos. Querremos ahora proponer una acción, una forma verbal susceptible, de alguna manera, de dar cuenta de la consistencia operacional de cada monstruosidad, de aquel quehacer mediante el que cada uno de los monstruos se juega el tipo... sin abandonar -eso nunca- su estilo y especificidad modal. En un primer acercamiento vamos a sostener las siguientes correspondencias: Los Monstruos Aristocráticos comparecen. Los Monstruos de Masas se amontonan. Los Monstruos endógenos se desbordan. Los Monstruos experienciales se obcecan. Sólo a nota de breve observación, empezaremos aclarando porqué podemos sostener, respecto al monstruo aristocrático, que el peso tanto de su constituirse como de su operacionalidad misma, recae en lo que llamaremos procesos de comparecencia. Tanto cuando están como cuando no están, estos monstruos se distinguen en la medida en que cuidan escrupulosa y un tanto narcisísticamente su comparecer. Diríase que todo monstruo aristocrático es un esmerado escenógrafo de sí mismo, de sus apariciones y ocultaciones que rodea de vistosos trucos y escogidos efectos. Tanto los momentos en que el monstruo se deja ver como aquellos en los que elige ocultarse, han sido cuidadosamente construidos y equilibrados: así Drácula abriendo su capa o reposando solemne en su ataúd... Los monstruos de masas, por su parte, revelarán su especificidad al amontonarse, al agruparse de un modo no necesariamente más organizado que un montón de zombies o una marabunta de hormiguillas, confiando meramente en su número y su peso muerto. Esa es la específica estructura del miedo que recogía Ortega cuando alertaba del hecho básico del crecimiento y amontonamiento de las multitudes en las sociedades de masas: “la muchedumbre, como tal, posesionada de los locales y utensilios creados por la civilización”. Es su hacinarse lo que les da presencia poder y especificidad. Igual que los monstruos aristocráticos asustan y paralizan al asustado, hipnotizándolo con su forma de comparecer, los monstruos de masas asustan en virtud de su capacidad inercial para arrollarnos, devorarnos o transformarnos en otra cosa. Pero es en relación al monstruo endógeno y su característico desbordarse, en lo queríamos centrar este artículo. Para ello, es preciso empezar considerando que semejante movimiento, el del derramarse o desbordarse de dentro a afuera, no puede darse si no es en relación a un conjunto orgánico que hay que postular como algo previamente existente, aunque sepamos que es mentira; un conjunto orgánico dotado de todos los atributos de estructuración y estabilidad que podamos reunir, organizado mediante la subordinación a fines de sus partes... Para que el monstruo endógeno pueda hacer su quehacer e implosionar o desbordarse, entonces, tiene antes que señalar un organismo, una trama jerarquizada susceptible de salirse de sus casillas. Seguramente uno de los primeros momentos de la historia moderna en que, con mayor claridad, se ha dejado ver ese miedo a la desconfiguración que acecha desde dentro mismo del cuerpo físico o social, sea en el periodo de la Reforma y las guerras de religión. En este momento y esto se puede rastrear de Cervantes a Shakespeare pasando por Calvino, se puede pensar que todavía sigue vigente una concepción del cosmos, según la cual a cada cosa corresponde un lugar y en la que hay un lugar para cada cosa. Se trata de una figuración del orden que es a la vez cósmico, social y biológico, un orden que tiene los caracteres de lo jerárquico y de lo orgánico a la vez, del que no puede fallar ni una sola pieza puesto que como dijera por aquel entonces Richard Hooker “ Si consideramos siquiera la posibilidad de que desapareciera o fallara cualquiera de las cosas principales, como el sol, la luna o cualquiera de las esferas celestes o elementos… quien no creerá que la segura secuela será la ruina de ese elemento y de todo lo que de él depende”. Planteado este orden, tan omniabarcante, tan cerrado en sí mismo y tan frágil como el Licenciado Vidriera, la teoría de la amenaza que nos acecha con el final del renacimiento no puede ser sino la del arruinarse de ese delicado y consistente paraíso repertorial mediante la acción de fuerzas contenidas en el mismo, fuerzas que como si de un cancer se tratara dan en desconocer su verdadera función y se extralimitan al punto de provocar y acompañar la ruina del conjunto. Esta ruina que sale desde dentro mismo del cuerpo es -como hemos dicho- una idea recurrente en Shakespeare: en el famoso soneto número 35 por ejemplo, o en el discurso de Laertes a su hermana, en que también recurre a la figura del cancer que amenaza desde dentro a aquello aparentemente más fresco y tierno: The canker galls the infants of the spring, Too oft before their buttons be disclosed Con la experiencia de la Reforma y las guerras de religión se ira confirmando esta teoría del miedo manierista, la teoría del miedo que precede y acompaña a la Ilustración y que se expresará en el postulado de un hombre que, siendo pieza fundamental del equilibrio orgánico del mundo, siendo nexus et naturae vinculum ha cometido la audacia y la impudicia de romper los diques que delimitaban su poder y daban medida de sus alcances. ¿Qué es lo que sucede cuando el hombre que ha sido “concebido para el servicio de Dios, del mismo modo que las demás criaturas han sido concebidas para estar a su servicio” desborda sus límites? ¿No se seguiría de ello que “el resto de las criaturas, que estaban sujetas y vinculadas al hombre, se insubordinarían igualmente, desbordando lo que venía siendo su lugar natural”1 Se da por tanto en este hombre del manierismo, en esta monstruosidad endógena una especie de descomposición y rebelión de lo orgánico, de los componentes de lo orgánico que al desbordarse muestran que no están dispuestas a seguir aceptando su rol subordinado y predeterminado. Hay entonces una rebelión de los fragmentos que conllevará la destrucción tanto de ellos mismos como la entidad de orden superior que los albergaba. Ese es el miedo característico de muchos de los personajes shakespereanos, desde Bruto en “Julio Cesar”2 cuyo fuero interno vive una insurrección a Hamlet y su tío, el usurpador Claudio, quienes desde sus diferentes posiciones constatan la monstruosidad inherente a que el hermano menor rompa el orden visceralmente orgánico y mate a su propio hermano para arrebatarle su reina y su corona: O, my offence is rank it smells to heaven It hath the primal eldest curse upon't, A brother's murder. En este caso, como en toda teoría de la amenaza que se precie, podemos verla operativa tanto en el nivel moral, casi teológico, como en forma de acecho político: así sucede con la revuelta de Laertes quien, del mismo modo que si el oceano desbordara sus límites, anegando las llanuras, desborda la guardia de palacio y alcanza el salón del trono: The ocean, overpeering of his list, Eats not the flats with more impetuous haste Than young Laertes, in a riotous head, O'erbears your officers. The rabble call him lord; Por supuesto que este desbordarse es uno de los movimientos básicos de cualquier desarrollo morfológico, por eso esta monstruosidad manierista, tan altamente característica de gente agotada, próxima a derrumbarse, tan propia de un fin de ciclo nos irá acompañando a lo largo de la historia y volverá a manifestarse una y otra vez. Ese mismo desbordarse característico será el desbordarse de las masas viscosas y caóticas en los alborotos y las matanzas de las guerras de religión, los pogroms o las revoluciones como La Comuna de París. Al final de la Primera Guerra Mundial, se manifestará de modo generalizado en la literatura de guerra que alude de modo persistente3 al desbordarse de las masas de vísceras a las que tanto teme el soldado amenazado por obuses y granadas, así como al desbordarse de las masas de soviets en la retaguardia alemana: “En el momento en el que se priva al soldado del apoyo de alguna forma de organización externa, amenaza la desintegración. La desintegración era la amenaza que acechaba, por ejemplo, cuando el ejército fue desmovilizado en Noviembre de 1918”4 El fascismo incipiente de los Freikorps se construirá, tal y como ha demostrado Klaus Thewelheit sobre el miedo a estas dos masas gelatinosas: la que todos llevamos dentro y las masas revolucionarias que contiene todo estado. De la mano de la este orden de monstruosidad, y el temor al desventramiento del cuerpo fisiológico o el social hacia el final de la Primera Guerra Mundial, la cadena de recurrencias modales nos lleva a uno de los clásicos de la historia de la ciencia ficción: El planeta de los simios. Tanto en la película original como en las diferentes secuelas de los años 70, no deja de apreciarse el funcionamiento específico de este orden de monstruosidad endógena: su ruptura del orden natural por desbordamiento. Lo que se presenta como monstruoso es, primero, el momento en que los simios sobrepasan los límites de lo que se suponía su lugar natural, dentro del jerarquizado orden de las especies. Hay un desbordarse de los simios, del orden de la naturaleza en su conjunto, cuando los monos abandonan sus jaulas y anegan la sociedad humana, inundándola en su ataque -la escena de los simios con Kalashnikov asaltando los centros de poder es del todo antológica-. Con todo, lo que más interesa de la serie de peliculas es que con la toma del poder por parte de los simios lo único que no desaparece es esa misma amenaza de ruptura de las paredes abdominales entre los diferentes estratos del ser, de los diques de contención categoriales que mantienen a cada cual en “su lugar”, el desbordamiento se convierte enseguida en el principal temor que tienen los simios, el temor a ser a su vez desbordados por los humanos, en lo que constituiría una nueva desintegración de lo que se había vuelto a postular como el orden natural y orgánico de las especies. Otro gran ejemplo del funcionamiento característico de esta monstruosidad endógena es “Un día de furia”, dirigida por Joel Schumacher en 1993. En ella Michael Douglas no hace otra cosa que desbordarse, salirse de sus casillas, perdiendo el dominio de sus acciones y de su propia y miserable vidilla. Douglas conduce su utilitario por Los Angeles cuando se ve atrapado en un atasco, calor sofocante, ruido infernal, niños gritones, y una mosca cojonera. El principio de la pelicula explica muy bien en qué consiste ese desbordarse, que en ese caso se resuelve saliendo del coche y dejándolo abandonado en el atasco. A partir de ese gesto, tan inverosimil en LA, la suerte está echada. No puede uno ir andando por LA sin provocar toda una serie de catástrofes de alcance cósmico, cuando Michael Douglas abandona su “lugar natural”, cuando abandona su coche, acaso no era de esperar que “el resto de las criaturas, que estaban sujetas y vinculadas al hombre, se insubordinarían igualmente, desbordando lo que venía siendo su lugar natural”5 Toda la película no puede ser ya sino la consecuencia modalmente lógica de ese primer desbordarse y en cada nuevo episodio se repite el mismo patrón: Michael intenta mantener las formas del viejo orden hegemónico, tratar a cada cual según su honor y dignidad -el de Michael como blanco de clase media respetable- para fracasar invariablemente ante el desbordarse de los elementos que debían conocer su lugar natural de subordinación y limitarse a permanecer en él. Pero ni el tendero coreano, ni los jóvenes latinos, ni los empleados del WhammyBurguer aceptan dicha limitación ni mucho menos la naturalidad del lugar que les asigna Michael... claro que tampoco -por otro lado- es Michael un respetable blanco de clase media. Despedido de su trabajo en la obsoleta industria armamentística, ha dejado de ser „viable“ económica y socialmente. Ya no es ni puede ser -si es que alguna vez lo ha sido- el nexus et naturae vinculum. El puente de Londres -como dice la cancioncilla que da titulo a la pelicula- se está cayendo, se cae como esos edificios que implosionan y se derriban hacia dentro, dejando sólo una nube de polvo. El Puente de Londres se está cayendo, como todo lo demás y el lago Havasu -por si no lo teníamos claro- no es más que un triste charco de barro al borde del cual se pudren como hojas los policías jubilados.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Primeros apuntes sobre la teoría clásica.

Si nos atenemos a nuestros clásicos, los quehaceres de los hombres merecen el alto calificativo de acciones en la medida en que revelan de qué pasta están hechos aquellos que les dan cuerpo, en la medida en que hacen explícito públicamente "quienes" son, o mejor quienes van siendo, esos hombres, sabiendo que se trata a la vez de un "quien" particular, individualizado por las disposiciones y los contextos puestos en juego en cada caso y de un “quien” común, de calado digamos antropológico, un quien susceptible de ser asumido como propio por otros hombres que, por ello, serán capaces de acoplarse con nuestra historia, del mismo modo que nosotros nos hemos acoplado con la historia de Hamlet o Antígona. Según cuerpos. La acción y el discurso son a la vez entonces lo más personal que cada cual podemos aspirar a desplegar, lo más irrenunciablemente nuestro… y al mismo tiempo, siempre al mismo tiempo y es importante sostener esto, son lo más común que podemos mostrar, aquellos polos de sentido que nos permiten encontrarnos con nosotros mismos y con los demás. Y lo son además de tal manera que este discurso y esta acción constitutiva sólo pueden darse, sostiene Arendt (Arendt, 2002, pág 80 y ss,) cuando estamos rodeados y en cierta forma asistidos por los otros, por uno u otro tipo de comunidad2. A esto contribuye la necesidad de que discurso y acción deban comparecer siempre tramados, articulados y apoyándose uno en el otro. No es aventurado suponer que un sujeto aislado no sea enteramente competente a la vez en ambos ámbitos. Así las gestas de Aquiles necesitan de los poemas de Homero para poder cumplirse del todo, puesto que sólo en su formulación verbal y en su reiterado acoplamiento con nuestra memoria y nuestra sensibilidad se cumplen enteramente las acciones del héroe. La acción sin el discurso, lo sabe también Hamlet al final de su vida, puede muy bien llegarnos como una mera colección de gestos descabalados, intratables e incomprensibles movimientos y muecas que dejan tras de nuestro paso apenas un nombre herido. Por otra parte el discurso sin acción, sin un conatus característico que se revele en ellas, no aporta más que palabras, palabras, palabras… Tanto en los consejos de Polonio a Laertes como en las admoniciones de Hamlet a los actores se persigue este mismo principio: ajustar la palabra a la acción y la acción a la palabra… encontrar cual es el modo de hacer, la praxis susceptible de dar cuenta de la mejor manera posible de aquello que somos. Estos son pues los dominios de la teoría clásica de acción y la expresión, que va de Aristóteles a Spinoza3. Es en ella donde encontramos que aquello que convierte cualquier actividad en praxis es justo su desvelar quien es aquel que esta actuando. Cuando Hamlet se adelanta, saliendo de las sombras y en su movimiento manifiesta su dolor por la muerte de Ofelia, cuando desafía a Laertes en su desgarro lo hace diciendo -y casi no haría falta que lo dijera-: This is I, Hamlet the Dane. Este soy yo, Hamlet de Dinamarca. En adelante entendermos que los hombres comparecen, ya no como objetos físicos sino propiamente como hombres, cuando son capaces de desplegarse bajo determinados modos del discurso y la acción que expresan certeramente su más característica potencia de obrar y comprender. … Y ¿para qué nos sirve la teoría de clásica de la acción? Para empezar nos es de cierta utilidad puesto que sólo desde ella podemos entender y pensar oportunamente el ideal griego de la eudaimonia, que no puede confundirse ni con la felicidad ni con la beatitud. La eudaimonia, como es sabido, alude al buen despliegue y al fértil acoplamiento de ese daimon -o a uno de los muchos daimonoi- que nos habita y acaso nos define a cada cual, y sigue siendo eudaimonia aunque ese desplegarse daimónico implique la muerte del individuo en cuestión, como le sucede a Aquiles y al mismo Hamlet. En la eudaimonia hay un cumplirse, un lograrse que no tiene porqué acabar en happy end, que de hecho casi nunca acaba en happy end. Por el contrario, y para esto también nos serviremos de la teoría clásica de la acción, la miseria de los mortales puede ahora ser entendida como su ceguera -voluntaria o inconsciente, lo mismo da- ante su propio daimon, resultando incapaz de reconocer y dar crédito a las necesidades operacionales de su conatus. Ignorándolo por necedad o por mala fe, negándolo –como sabe el príncipe de los desquiciados- por un olvido animal o por un escrúpulo cobarde. La teoría clásica nos proporciona también de este modo un marco para entender el concepto de héroe. Aquí no hablamos –claro está- de hombrecillos volantes, hormonados y embutidos en pijamas ajustados de colores chillones, con o sin capa. En Homero, un héroe no es eso obviamente, pero tampoco es alguien especialmente destacable por su valentía o su efectividad social o militar: a la luz de la teoría clásica, un héroe es todo hombre libre que ha abandonado el ámbito de su privacidad para mostrarse públicamente y dar curso a una historia propia (archein), especificando y construyendo las condiciones materiales bajo las cuales puede darse su quehacer (poiein) y estructurando y dando cuenta de su propia ética (prattein)4. Heroe es entonces el que autónomamente determina o encuentra su quehacer, y lo hace. Puede pagar un precio alto por ello, o no. Hasta cierto punto es lo de menos. Héroe es entonces quien se manifiesta constituyendo un determinado aspecto del mundo y una manera determinada de dar cuenta de él, conquistando la autonomía de quien establece sus fines y sus medios. Pero este quehacer característico no es único e irrepetible para cada héroe, hay destacables aires de familia entre diversos héroes que se agrupan a modo de fuerzas temáticas orientadas, como decía Souriau. Lo que individualiza a los héroes es entonces la peculiar manera en que se apropian y dan cuenta de ese su quehacer característico. Esto supone una especie de doble agencialidad, tal y como postulara la tesis clásica de Albin Lesky (Lesky 2001), recogida y desarrollada por Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet (Vernant y Vidal-Naquet 2002). Según la tesis de la doble agencialidad los héroes de la tragedia se arman a partir de una doble motivación: el héroe del drama está enfrentado a una necesidad superior que se le impone, que le dirige, pero por el movimiento propio de su carácter, él mismo se apropia de esa necesidad, la hace suya hasta el punto de querer, de desear incluso apasionadamente lo que en otro sentido está forzado a hacer… Daimon y ethos, son los dos niveles en que se anuda y se desanuda –según Vernant y Vidal-Naquet- esta doble constitución de la agencialidad. Es imprescindible hacer notar que la noción de daimon, procede acaso de la raíz daioi, que significa “distribuir” y que un daimon por tanto puede ser una distribución, una posibilidad parcial de nuestra capacidad de obrar y comprender, una posibilidad, por lo demás que se compone con otras más para formar el procomún de nuestra inteligencia como especie o como cultura. El daimon como el ingenium5 de Huarte de San Juan (Huarte de San Juan 1991) y luego el de Spinoza tiende a conformar repertorialidad, convirtiendo en un conjunto coherente y limitado el procomún de formas de la inteligencia, la sensibilidad y el deseo susceptibles de comparecer en diferentes individuos. Ni que decir tiene que esa repertorialidad de formas será modulada diferentemente por diferentes cuerpos, diferentes disposiciones. Lo que constituye el obrar plenamente humano, y el del héroe que a estas alturas viene a ser lo mismo, es entonces la autonomía que deriva del acoplamiento entre daimon y ethos, entre repertorio y disposiciones. Es en virtud de esa autonomía de cada conatus, concebido como forma de vida específica que Hamlet se niega a tratar a cada cual según sus méritos. La ética en la teoría clásica es innegociablemente autopoiética, producida a la medida y el calor de cada conatus, de cada conjunción entre daimon y ethos... organizando cada quehacer para que pueda seguir siendo viable y eventualmente reproducible. La comparecencia de otros programas de acción, de otras praxis, puede o no afectarnos, y si lo hace sólo lo podrá hacer de un modo ético –literalmente- si ese aparecer de los otros desata en nosotros –gatilla diría Maturana- efectos determinados por nuestro propio “honor y dignidad”. Venga quien venga –le dice Hamlet a Polonio- debemos tratarles de acuerdo a la especificidad de nuestro conatus. Debemos por tanto hacer lo que nos es propio, sin comprometernos en serviles cálculos de oportunidades, sopesando ante cada interlocutor sus méritos o acaso las oportunidades de ganancia que nos ofrecería congraciarnos con él: the poor advanced makes friends of enemies, el pobre que sube ve convertirse en aliados a sus enemigos de antaño. Sólo Polonio el pescadero, podría confundir esa contabilidad miedosa con la ética. La ética aristocrática, y no hay otra ética, será siempre una ética que despliegue acciones, no una que haga componendas con miedos y esperanzas, malabarismos de pasiones tristes. En ese terreno poloniesco nos situamos cuando quebramos de modo estructural en un plano ético. Cuando de modo sistemático la conciencia nos hace a todos cobardes y la pálida sombra de la razón siega la hierba bajo los pies de nuestras resoluciones, entonces le perdemos la pista y el respeto a nuestra particular y procomún eudaimonia y nuestras empresas pierden todo su peso y entidad, dejando de merecer el alto nombre de “acciones”. … Pero la teoría clásica de la acción conlleva necesariamente no sólo una ética sino también una estética. Esto es así porque el carácter específicamente revelador del discurso tramado con la acción puede entenderse mejor -o acaso sólo puede entenderse- en el medio homogéneo (Lukács 1982) que constituye toda obra de arte y en gran medida toda experiencia estética, concebida como mimesis praxeos, la imitación de la praxis, del discurso y la acción constitutiva. Aristoteles dice que se escogió para las presentaciones teatrales la palabra drama, procedente del verbo dran: hacer, actuar… porque en el teatro se imita a los drontes (gente actuante. Poética 1448a28) En “On Aristotle and Greek tragedy” (Jones 1962) se explica cómo Aristóteles usa estos drontes o prattontes para aludir, precisamente, a los que dan cuerpo a una determinada praxis, mediante un discurso y una acción tan reveladores como el de Edipo o Antígona, pero que -y esto sorprende a Jones- Aristóteles no parece distinguir entre el personaje histórico o mítico (Aquiles) y el actor que pone en obra de nuevo su quehacer: diríase que ambos son el mismo o más claramente que el verdadero protagonismo tanto en la vida de Aquiles como en la del actor, la verdadera centralidad agencial corresponde a ese concreto orden de acción que dio en presentarse en vida del héroe y que se presenta cada vez que la obra se pone en escena. Para Aristóteles entonces, esa mimesis praxeos, esa imitación de la praxis, del ponerse de manifiesto de cada hombre que se da en la acción y el discurso, debe tramarse con cuidado no exento de técnica. Así lo sostiene y lo amplia Hamlet en sus consejos a los actores: Ajusta la acción a la palabra Y la palabra a la acción, con especial cuidado de no forzar La modestia de la naturaleza: puesto que todo aquello se exagera Se aleja del propósito del drama que no es y nunca ha sido otro, sino el de ofrecer un espejo a la naturaleza, mostrar a la virtud sus rasgos, Y al odio los suyos propios, y de cada época y parcela del tiempo Su forma y carácter. De modo que si esto se exagera o no se consigue mostrar, Aunque haga reír a los ignorantes, molestará a los juiciosos, cuya censura debe pesar más en vuestra opinión que la de un teatro repleto con los otros. Hay actores que he visto actuar, y que han sido altamente alabados, -No quiero ser irreverente- que sin tener acento de cristianos, Aspecto de cristianos, paganos o hombre alguno se pavonean y braman de tal manera que parecen una creación menor de la naturaleza y no parecen en modo alguno hombres, pues imitan inhumanamente a la humanidad. En este pequeño discurso de Hamlet se deja ver, además de la exigencia de unir palabra y la acción, la necesidad de que la imitación sucede bajo unos determinados parámetros, formales si se quiere, fuera de los cuales “se imita inhumanamente a la humanidad”. Con ello volvemos a Aristóteles, puesto que la tragedia es, según su Poética, además de imitación de las diferentes vectores de praxis que constituyen antropomofización, el hallazgo de un tipo de imitación muy determinado que se realiza a través de una forma o una trama: un mito, dice Aristóteles. Éste, de hecho, hace mucho énfasis en que el funcionamiento de la obra depende de que el autor haya configurado una trama, un mythos específicamente capaz de dar cuenta de la praxis que se pretende imitar de un modo comprensible. Un mito es entonces para Aristoteles “la organización de lo que sucede en la obra” (Aristóteles 2011, 50a4) y constituye en tanto mediación estética la parte más importante de la tragedia, puesto que sin su correcta construcción y dimensionamiento no podría darse la mimesis de la praxis que se pretende. De otra forma -insistimos con Hamlet- corremos el riesgo de esos actores apuestos y empelucados que hacen andrajos y jirones una pasión, imitando inhumanamente a la humanidad. El arte entonces refleja a la vez y de modo articulado una praxis y una forma. Si no imitara una praxis sería irrelevante y si no imitara una forma sería incomprensible... Si no imitara una praxis, un modo de hacer o un modo de organización como pedía Rodchenko -otro gran defensor de la teoría clásica de la acción- no aportaría nada relevante para nuestras vidas, que al cabo componemos del mejor modo enriqueciendo y refinando nuestro particular repertorio de modos de hacer. Si no imitara una forma, quizás podríamos columbrar que intenta decirnos algo, pero no habría modo de entendernos, hablaría en chino para nosotros, puesto que las formas son como los puertos que nos permiten iniciar el acoplamiento con la obra o con los otros en general. Sin formas compartidas, o sin el intento al menos porque las haya, no hay vida en común, no hay encuentro posible. En la estética occidental y con la decadencia de la teoría clásica de la acción después de Spinoza -quizá su mayor teórico moderno- se ha ido mutilando este par básico de la estética clásica y con la modernidad, à la Hanslick, se ha tendido a enfatizar únicamente la imitación autorreferencial de la forma. Salvo honrosísimas excepciones que van de la estética de Goethe a la de Pareyson, y a la del tan mal comprendido Lukács sobre todo, no se ha recuperado de modo explícito la segunda parte de este doblete: la noción misma de praxis característica y constitutiva, como unión de discurso y acción6, como expresión de la especificidad de un conatus, de una autopoiesis como las que podemos encontrar de modo característico en cualquier ser vivo o en cualquier morfología. Cuando se ha podido pensar en recuperarla, se han encontrado los teóricos con que esta praxis, que constituía el objeto clásico de imitación del arte, se había convertido en una especie de animal fabuloso, una criaturilla indescifrable que había quedado por completo fuera de juego, haciendo su estética difícil de asimilar para el hombre moderno, en el que el conatus ya no es un componente constitutivo de la psicología diferencial. A nosotros, temerarios desacoplados, más premodernos que postmodernos, ese decalage histórico no nos arredra en exceso y pensamos que es aún viable pensar y construir toda práctica artística como mimesis de una praxis, un medio homogéneo mediante el que se modula un sentido específico de antropomorfización vinculado al despliegue publico de un hacer y un comprender, de una acción y una palabra. … No deja de ser preciso que sometamos ahora a análisis este carácter público. Siempre según Arendt, la acción -al contrario que sucede con la fabricación propia del trabajo- no puede darse cuando estamos solos. La acción y el discurso necesitan tanto de la presencia de otros humanos como la fabricación necesita de la presencia de la naturaleza como material. Pero al defender esta posición, quizá se le escapa a Arendt que la presencia de los otros está ya de modo imborrable en el lenguaje y la memoria, que cada uno de nosotros somos también los otros. Lo que parece evidente es que la acción y el discurso necesitan de un todo repertorial hacia el que tender, al que de algún modo referirse. Nadie es capaz de hacer todo, de dar cuenta de todo … y en este juego si no damos cuenta de todo es como si no diéramos cuenta de nada. Esta tradición en la que necesitamos vitalmente insertarnos puede muy bien ser una tradición inventada como nos inventamos unos hitos intelectuales o estéticos que nos sirven de referencias. Tanto Aquiles como Hamlet necesitan no sólo de quien cuente su historia, sino de alguien que al hacerlo la integre -como hemos dicho- en una repertorialidad, la convierta en parte de un juego de sentidos, evitando que sea sólo un gesto descabalado, un wounded name. Por supuesto, como recuerda Arendt, sólo una comunidad de lenguajes, la polis por ejemplo, puede otorgar esta garantía repertorial y con ello mantener, al decir de Pericles, la fama inmortal de sus ciudadanos. Las acciones por sí solas son un poco como las fotografías que al decir de Berger, han sido extraídas de una continuidad (Berger 1982, pág 92 y ss), de una historia. Las fotografías como las acciones son menesterosas de palabras, de discursos que las devuelvan su carácter plenamente humano de praxis. Sabiendo que este discurso como todo mythos, como toda forma, no tiene fin, no clausura el potencial, ni la pregnancia de la acción, de la imagen que seguirá siendo puerto de innumerables acoplamientos. Bibliografía Hannah Arendt, La condición humana, Paidos, Barcelona 2002 Aristóteles, Poética, Gredos, Madrid, 2011 John Berger y Jean Mohr, Another way of telling, Vintage Books, Nueva York, 1982, Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, Espasa Calpe, Madrid, 1991 John Jones, On Aristotle and Greek Tragedy, Oxford University Press, Londres, 1962 Albin Lesky, La tragedia Griega, Barcelona, El Acantilado, 2001. Sobre una edición original de 1957. Georg Lukács, Estética, tomo II, Grijalbo, México, 1982 Luis Ramos-Alarcón Mercín, El concepto de “ingenium” en la obra de Spinoza; análisis ontológico, epistemológico, ético y político, Tesis Doctoral, Universidad de Salamanca, 2008 Jean Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia Antigua, Barcelona, Paidos, 2002

viernes, 2 de diciembre de 2011

Leyes modales

Leyes de la repertorialidad


Ley de inmanencia: Una forma es como es, si es así, así debe ser

Ley de la compleción: Si hay una forma que da cuenta de esto, debe haber una forma que de cuenta de lo otro.

Ley de acotación repertorial, Lex parsimoniae: las formas que constituyen un repertorio no deben multiplicarse más allá de lo necesario




Leyes de la disposicionalidad


Ley de pertinencia disposicional, Ley "Sinatra" Si puedo hacer una cosa aplicando mis disposiciones, así debo hacerlo.

Ley de variabilidad disposicional: Si un agente en un tiempo cuenta con una serie de disposiciones, otro agente o el mismo en otro tiempo contará con otras.

Ley de expansión inmoderada: el conjunto de posibilidades disposicionales debe diversificarse y multiplicarse tanto como sea posible.





Leyes del paisaje


Ley de la policontexturalidad: Un paisaje debe configurarse para dar cabida de modo sostenible al máximo número de sistemas vivos.

Aplicación primera: las infraestructuras y grandes obras deberían ser concebidas como “facilitadores” de la policontexturalidad y no como fagocitadores de cualquier otro sistema que no sean ellas mismas.
Aplicación segunda: Los monocultivos, especies invasivas, o los productos transgénicos deberían cuestionarse en función de esta ley.

Ley de la potencia instituyente: Un paisaje debería configurarse de modo tal que no arrebatara a sus habitantes la capacidad intervención sobre el mismo, la capacidad de obrar y comprender respecto de él.

Aplicación primera: no se puede usar el poder instituyente para cancelar el poder instituyente en uno mismo o en los otros.
Aplicación segunda: la explotación de un recurso biológico o minero no debería expropiar el poder instituyente –ni mucho menos expulsar- a la comunidad que lo habita.



Ley de la irreducibilidad a concepto

Un paisaje debería contener y auspiciar un número suficiente de elementos indeterminados e imprevistos que mantuvieran un gradiente de variación de las posibilidades de acoplamiento que el mismo ofrece.

Aplicación primera: todo paisaje debería contener partes no diseñadas e incluso “descuidadas”.
Aplicación segunda: la enuncia Sun Bin en términos militares: “ajusta la formación para que contenga desorden”



Ley de la autonomía y la especifidad de cada paisaje.

Cada paisaje en virtud de los condicionantes geológicos, climáticos, macro-históricos se desarrolla en un sentido específico cuyas dinámicas internas cabe conocer y respetar.

Aplicación primera: constituye despropósito intentar travestir a un paisaje en otro en función de modas, o intereses espurios. Campos de golf, visitas turísticas.
Aplicación segunda: La presencia de turistas u observadores no debería formatearse de modo que quebrara la cohesión dinámica del paisaje. Tirolinas ruidosas en un bosque de lluvia.