domingo, 24 de julio de 2011

Si no tienes un espectro no eres nadie

¿Qué es el espectro de Hamlet? En la primera sección de Desacoplados veíamos cómo un fantasma era una suerte de pervivencia modal, un saldo de modos de relación que han pasado o han ido quedando relegados. Este podía ser en parte el caso del espectro de Hamlet padre, última manifestación de un mundo cuyo tiempo ha pasado pero que se resiste a desaparecer del todo y a dejar de provocar acontecimientos. Pero podemos ahora llevar nuestra teoría de fantasmas un tanto más allá.
Pensemos, para empezar, para quien resulta accesible el espectro, la pervivencia modal en cuestión.
En este caso parece que es una imagen que no todos pueden ver y que desde luego no da en hablar con todos.
Antonio y Bernardo, los centinelas, y Horacio sí lo ven aunque no habla con ellos.
Gertrud no puede ni verlo ni oírlo, pese a ser la aparición una figura de su marido muerto, y molestarse en llegar hasta su dormitorio mismo.
Hamlet, en cambio, tiene pleno comercio con el espectro.

La clave de acceso al espectro no puede estar en el parentesco o la cercanía en vida, puesto que de ser así Gertrud debería tener incluso más relación con el espectro que el mismo Hamlet.
Acaso la clave, entonces, esté en la participación que los diversos personajes vayan a tener en la implementación de determinadas instrucciones modales que el espectro no deja de trasmitir. Podemos ahora, gracias a nuestra comprensión de los espectros como pervivencias modales, hacer una lectura materialista de la consistencia de los espectros.
Una muy buena pista a este respecto puede proceder del Julio Cesar de Shakespeare, cuando oímos a Bruto decirnos:

Desde que Casio me soliviantó por primera vez contra Cesar
No he podido dormir.
Entre la ejecución de un acto terrible
Y su primer impulso, todo el intervalo es
Como una aparición o una pesadilla.

“Tenemos” un espectro, o mejor dicho nos hallamos en un terreno espectral cuando nos vemos situados en una especie de tierra de nadie en términos modales. Cuando nos vemos comprometidos con un cambio modal radical y, pese a nuestro compromiso, seguimos aún habitando en Elsinore, correteando por sus pasillos y sus almenas, sin estar del todo ni aquí ni allá. Entonces –como dice Bruto- cuando nos hallamos entre el primer impulso y el definitivo entregarnos al nuevo modo de relación es cuando el espectro aparece, cuando nosotros mismos somos ese espectro.
Una de las características más notorias de ese espectral entretiempo consiste en que nuestras nacientes disposiciones, aquellas inteligencias específicas propias del nuevo modo de relación, no hallan aún -o no hallan ya- acomodo con el repertorio de objetos, palabras y formas a nuestro alcance. Como sigue diciendo Bruto:

El ingenio y los instrumentos corporales
Celebran entonces consejo; y el estado del hombre
Semejante a un pequeño reino, sufre entonces
Una especie de insurrección.

El espectro es la manifestación entonces de las incertidumbres y quebrantos propios de todo interregno modal, y en ese interregno no podemos acogernos a otro refugio, a otra fuente que a la de nuestra propia y espectral interioridad.
Por eso al hilo de obras como Hamlet, Julio Cesar o Macbeth, una de las más grandes aportaciones de Shakespeare consiste en la exploración de lo que podríamos con Bloom llamar la interiorización de la persona, y que no es otra cosa que la autonomía relativa de la conciencia moral: tengo dentro de mi eso que excede la apariencia: I have that within which passeth show...
Lo que excede la apariencia es sólo y justamente lo que excede el modo de relación hegemónico en una contextura determinada. Ese exceso será tanto más espectral en tanto no asiente su propia repertorialidad, es decir, en tanto no configure el pequeño o gran conjunto de formas, el léxico con el que puedan acoplarse las disposiciones suscitadas por el nuevo modo de relación. Tendremos un espectro en tanto no seamos capaces de construirlo como un modo de relación plenamente operativo, capaz de entrar de lleno a formar parte del paisaje y participar por tanto de la disputa que todo paisaje es.

martes, 19 de julio de 2011

Duelo al sol

El misterio de Hamlet –sostiene Bloom- gira en torno al duelo como un modo de revisionismo: lo que parece más universal en Hamlet es la calidad y la gracia de su duelo. Este se centró inicialmente en el padre muerto y en la madre caída, pero para el acto V el centro del dolor está en todas partes y su circunferencia en ninguna . El duelo es, por lo demás, la situación que se va extendiendo a lo largo de toda la pieza: del primer duelo de Hamlet saltaremos al duelo de Ofelia por el Hamlet que ha perdido y enseguida tendrá Ofelia que desplegar su duelo por la muerte de su propio padre. Laertes y Hamlet competirán en su insensato duelo por Ofelia ahogada y al cabo quien se quedará con el trono será un Fortimbras, cuya vida sólo tiene sentido como duelo por su propio padre perdido. Una parte importante de cualquier duelo supone no sólo lamentar la muerte de fulano o mengano, sino en constatar, en poner de manifiesto lo poco o lo mucho que la vida y la muerte del finado han supuesto. Durante el duelo deberíamos ser capaces de hacer un balance –como hace Ofelia al despedirse de Hamlet- de lo que estamos enterrando: Qué noble inteligencia destruida para siempre…
Y al hacer el balance debería ser inevitable posicionarnos a su respecto, reorganizar nuestros propios sistemas prácticos en función de lo que hemos concluido de ese duelo.
Esto es claro en Hamlet que se inicia con un duelo, el de Hamlet hijo por la muerte de su padre, y acaba con otro duelo: el del mismo Hamlet celebrado por Horacio cuya supervivencia no tiene otro fin que el de oficiar de maestro de ceremonias de ese duelo, de ese proceso de estilización, de memoria selectiva y performativa que es todo velatorio y todo proceso de organización ética de la existencia.
Pero es que además –y esto no puede sino escapársele a Bloom- todo verdadero duelo lo es en el doble sentido que sabiamente guarda la palabra en español: por una parte es un duelo, en el sentido luctuoso de quien honra a un muerto, pero por otra parte es también un duelo en el que se enfrentan dos contrarios, con daga y espada por ejemplo. En ambos casos, en ambas acepciones de la palabra “duelo” nos encontramos con una confrontación de sistemas prácticos: la de los adversarios que se han retado o la resultante del encuentro entre los modos de relación que enterramos y los que llevamos puesto y nos llevan a nosotros. A resultas del duelo o bien acabamos de matar al muerto o bien -como le pasa a Ofelia y la mismo Hamlet- el muerto nos mata a nosotros.

martes, 5 de julio de 2011

Monstruos y Teorías de la amenaza

Para Nadia, que me da qué pensar.



¿Qué es un monstruo?

“La distinción propiamente política es la distinción entre el amigo y el enemigo”
Carl Schmitt, El concepto de la política, Berlín 1939


Un monstruo es una figuración de relaciones susceptible de comprometer de un modo característico nuestra cohesión interna.
Nuestra cohesión interna, es decir, el equilibrio entre conatus e ingenio, acciones y pasiones que nos define y nos permite mantenernos vivos y ser lo que somos sin entrar en dinámicas de renuncia servil o vergonzante acomodación a lo establecido. Perder esa cohesión, venderla por un plato de lentejas o un monovolumen con aire acondicionado, es lo más parecido a morir, si es que no es peor. Aunque se suele dar por sentado que la mayoría de los monstruos pretenden matarnos, esa no es más que una de las variantes de la fatal pérdida o disgregación de nuestra cohesión interna. Al final resultará que hay muchas muertes posibles, tantas como formas de dilapidar la inteligencia y perder la dignidad. Cualquiera que conspire en ese sentido es, en virtud de nuestra definición y de sus propios méritos, un monstruo.
Pero hemos dicho que todo monstruo que se precie atenta contra nuestra cohesión de un modo relativamente característico, es decir, no se mete con nosotros de cualquier manera: tiene su estilo propio. El estilo es el monstruo, si por estilo entendemos una específica modulación empeñada en disminuir nuestra potencia de obrar y comprender.
Y para acabar de dar cuenta de nuestra primera definición, es preciso explicar que un monstruo nunca es sólo un personaje, en la medida en que –como hemos dicho- consiste siempre en un conjunto de relaciones: el asustador no es nadie sin aquellos susceptibles de ser asustados ni sin el concurso de aquellos escenarios donde su producción meticulosa puede darse enteramente.
En función de este carácter relacional, de esta coimplicación entre asustadores, asustados y escenarios haríamos bien en hablar de monstruosidades antes que de monstruos.
Me interesa la teoría de monstruos en lo que tiene de teoría de la amenaza. Si diéramos en sostener –como hiciera Carl Schmitt- que lo político se define por la definición autónoma de la relación amigo-enemigo o que la mayoría de las sociedades contemporáneas necesitan una amenaza creíble al acecho para producir un grado alto de cohesión, entonces no estaríamos lejos de necesitar una teoría de los monstruos como requisito básico para organizar un pensamiento de lo político. Enseguida tendremos ocasión de ver algunos ilustres precedentes de esta relación entre los monstruos y el estado, entre la administración del miedo y la de la cohesión de las unidades sociales…



Alcances del miedo

Quijote y Sancho van por el campo.
Quijote ve dos ejércitos a punto de enfrentarse, en cuya lucha se quiere implicar.
Sancho ve dos pacíficos rebaños que marchan cada cual a su redil, a los que –huelga decirlo- quiere dejar en paz.
Contrastadas sus respectivas percepciones e intenciones, Quijote hace notar a Sancho que es su miedo el que le hace ver rebaños en vez de ejércitos.
No va tan desencaminado, puesto que Sancho –eso es evidente- tiene miedo. Y el miedo es seguramente una de las dimensiones básicas mediante las cuales, construimos y organizamos la experiencia. El miedo junto con otros aspectos tan básicos de nuestra constitución como el deseo o el hambre es una modulación de la expectativa, una máquina relacional que especifica nuestra inquietud, que concreta nuestra angustia y al hacerlo no puede sino importar sus propias repertorialidades, sus escalas y sus tiempos.
Decimos, y luego volveremos con algo más de detalle sobre esto, que el miedo concreta la angustia y decimos bien si acordamos que la angustia tiene la contextura de un sentimiento más indiferenciado, mientras que el miedo –en cambio- se organiza en función de algo que ya podemos nombrar, que creemos conocer por tanto .
Este pequeño ensayo tratará de abordar algunos de los procesos mediante los que las sociedades occidentales modernas más recientes han estructurado sus instituciones políticas a través de esos procesos de conversión de la angustia en miedo. Y hablamos de procesos porque obviamente son diversos los procedimientos concretos de esa conversión, y diversos son por tanto sus resultados y las posibilidades de organización de la experiencia y las instituciones que resultan de esos procesos de domesticación de la angustia.
Hablamos de organización de la experiencia y de organización de las instituciones porque en ambos niveles resultarán operativas estas sinfonías de la amenaza, estas poéticas del miedo que aquí vamos a analizar. Pensamos en poéticas concebidas, literalmente, como sistemas de acción, como modos de hacer. De esa forma trataremos con miedos que serán –claro está- necesaria y simultáneamente constructivos y destructivos: constructivos de un orden determinado de experiencia que es facilitado, hecho posible por el tipo de operaciones que desencadena y ampara cada uno de ellos; destructivos porque esa producción de un orden determinado de experiencia suele llevar implícita la exclusión a menudo violenta –no en vano se trata de un miedo- de otros ordenes de experiencia por cuya imposibilitación trabajan duramente los sistemas de miedos hegemónicos en cada momento de la historia.



Hablábamos del miedo como una de las dimensiones básicas de estructuración de la experiencia y no puede ser de otra manera si pensamos que el temor a lo desconocido, la angustia sobre lo porvenir ha sido seguramente una fiel compañera de viaje de la humanidad doliente. Vamos a sostener, sin embargo, que ninguna época ha dado tanto protagonismo al miedo como lo ha hecho la Modernidad.
En esta época en que –como escribe A Sauvy “donde todo es inseguro y donde el interés está constantemente en juego, el miedo es continuo” y no sólo es continuo sino que resulta continuamente reformulado y puesto en juego para atender las implacables necesidades de integración y cohesión de las instituciones estatales más desarrolladas y formidables que ha conocido la historia. Las sociedades del capitalismo precario, tan obscenamente poderoso como descaradamente frágil y sometido a dinámicas de vulnerabilidad ambiental, bélica y epidemiológica, han llevado el miedo a una escala de influencia seguramente inalcanzable por otras sociedades. Cuanto mayor sea la angustia estructural, mayor será la influencia de los sistemas de figuración de miedo, de las dinámicas de conformación de monstruosidades. Sobre este orden de mecanismos trataremos.
Hablamos de la modernidad, puesto que como ha estudiado Jean Delumeau, es a partir del 1600 –fecha de publicación de Hamlet- cuando, al paso de la organización de los primeros núcleos firmes de economía industrial en Flandes, el norte de Italia o Inglaterra, se hará preciso un grado mucho mayor de organización administrativa, productiva y militar al que acompañará un alto grado de elaboración y circulación de historias de monstruos.
Parece que estemos dispuestos a aceptar que es en la Edad Media o en los oscuros siglos que siguieron a la caída del Imperio Romano de Occidente cuando hubo una mayor proliferación de todo tipo de supersticiones y discursos sobre monstruos y demonios. Sin embargo y a juzgar por estudios tan reputados como los de Delumeau, Mandrou o Baltrusaitis podemos sostener que no ha sido ese el caso en absoluto, sino que ha sido la modernidad la que mayor y más persistente influencia ha otorgado a los más fantásticos relatos de demonios, brujas, aparecidos y monstruos en general.
En ese marco temporal, no deja de ser significativo que Jean Bodin, que ahora conocemos y respetamos como uno de los primeros politólogos, fundador de la noción moderna de “soberanía” y pionero en la formulación de los principios del mercantilismo económico, dedicara buena parte de su vida intelectual a la elaboración de una monumental obra, que conoció varias reediciones, sobre demonios y brujas. En su “Demonomanie des sorciers” Bodin abunda sobre las características de los pactos con los demonios que realizan las brujas y los hombres-lobo, pactos que según Bodin incluyen la posibilidad de invocar a los muertos y de copular con los demonios, entre otras exquisiteces. Por supuesto que Bodin, experto en leyes y procesos judiciales, recomendará vivamente la aplicación de torturas para obtener la confesión de las personas inculpadas por brujería así como su ejecución pública.
Igualmente resulta interesante constatar que uno de los más conspicuos teóricos del estado moderno, Hobbes, recurra repetidamente a figuras de monstruos como Leviathán o Behemoth para dar cuenta de sus ideas sobre la organización política.
Por eso, si hemos de remitirnos a un tiempo y un contexto social, éste no podrá ser otro que el que marcó la emergencia de la modernidad en Occidente que, en paralelo al desarrollo de la autonomía de las facultades, de la construcción y la defensa de la razón científica o la sensibilidad estética como dimensiones fundamentales y autónomas del ser humano, verá crecer exponencialmente el viejo miedo al diablo, las brujas, los hombres lobo y todo tipo de monstruosidades. Así nos lo recuerda Delumeau al defender que aunque “el Renacimiento heredaba seguramente conceptos e imágenes demoníacas que se habían precisado y multiplicado durante la Edad Media… (la emergencia de la modernidad) les dio una coherencia, un relieve y una difusión nunca antes alcanzados” .
Sin duda alguna la imprenta tuvo un gran papel en la amplísima difusión que se dio a las teorías sobre monstruos y demonios en los albores de la modernidad, justo en los momentos en los que se estaban fraguando los estados-nación modernos. Así entre 1560 y 1684 se imprimieron –sólo en Alemania- un mínimo de 231.600 ejemplares de obras referidas a lo monstruoso y lo demoníaco . En Francia y en el mismo periodo las cifras rondan los 340.000 ejemplares para este tipo de publicaciones . El Fausto de Marlowe conoció 24 ediciones en la última década del Siglo XVI, y tanto Cervantes en las Novelas Ejemplares como Shakespeare en Macbeth, Hamlet o La Tempestad incluirán referencias a brujas, demonios y todo tipo de espectros. Parece por tanto innegable, que a los sueños de la razón humanista e ilustrada nunca dejaron de acompañarles toda una caterva de monstruosidades que fueron organizadas teológicamente y que cumplieron una clara función de integración y refuerzo de la cohesión de los nacientes estados absolutistas.







Alcances de la Teratología

“La fuerza del vampiro es que nadie cree en su existencia”
(Drácula, dirigida por Tod Browning, 1931)

Dada su delicada misión, un monstruo nunca puede ser una casualidad. Los monstruos no pueden ser improvisados si es que deben encarnar miedos socialmente efectivos, y ser con ello productores de cohesión y catalizadores de las exclusiones y las ejecuciones que sea menester. Por eso, todo discurso sobre los monstruos, toda teratología, constituye por sí misma un documento de primer orden sobre la filosofía política que estructura y dinamiza una contextura social determinada.
En un pensamiento apresurado no es extraño encontrar discursos que den en contraponer frontalmente normalidad y monstruosidad, como si fuera sostenible pensar en una única normalidad y en un único orden de negación de la misma. En términos relacionales, sin embargo, es obvio que si bien todas las sociedades abominan de los monstruos como de su propio reverso, al hacerlo, al instituirlos relevantes como monstruos no pueden sino poner de relieve su más secreta identidad. Lo que nos define es precisamente aquello que nos afecta, en términos de acoplamientos somos aquello que nos irrita, en un sentido o en otro, eso es secundario. Evidentemente, y como ya hemos dicho, asustadores y asustados forman parte de un mismo juego, siendo ambos vocablos de un mismo “modo de relación”, del mismo modo que una determinada obra de arte es inseparable del espectador susceptible de acoplarse con ella.
Este carácter sistémico, intramodal, de los monstruos, o las monstruosidades más bien, nos invita a estudiarlos –lejos de contenidismos ingenuos- mucho más como modulaciones de la amenaza y por ello mucho más como normalidades que como excepciones. Los ordenes concretos de amenaza y exclusión que se traman al hilo de cada monstruosidad revelan otros tantos ordenes de construcción, con sus escalas y sus procedimientos de carácter netamente político al cabo.
Si es plausible pensar que diferentes miedos revelan y constituyen diferentes monstruosidades, y con ello diferentes ordenes de socialidad y acción colectiva, bien estará que empecemos por hacer algunas distinciones básicas que nos sirvan para un primer asalto a la producción más reciente de monstruosidades.



Alcances de la estética modal

Volviendo a “El miedo en Occidente”, el historiador Jean Delumeau consigue trazar un repertorio de los miedos más recurridos en los albores de la modernidad: Satán, la mujer, la peste o los peligros del mar constituyeron otras tantas configuraciones de lo monstruoso, de lo temible que era susceptible de dar cuenta de las teorías de la amenaza hegemónicas entre finales del XVI y finales del XVII en Europa Occidental.
El historiador francés organiza su investigación a través de la crucial distinción –que hemos introducido algo más arriba- entre miedo y angustia: “el temor, el espanto, el pavor, el terror pertenecen más bien al miedo; la inquietud, la ansiedad, la melancolía, más bien a la angustia. El primero lleva hacia lo conocido, la segunda hacia lo desconocido. El miedo tiene un objeto determinado al que se puede hacer frente, la angustia no lo tiene, y se la vive como una espera dolorosa ante un peligro tanto más temible cuanto no está claramente identificado” .
Pero al definirla así, deja que se le cuelen algunos equívocos que pueden llegar a resultar fatales. Semejante distinción tal y como la plantea Delumeau con su alternativa entre la tendencia a lo conocido y a lo desconocido empero, no deja claro que precisamente porque la angustia nos hace estar alerta en una mayor variedad de frentes, nos permite con ello un proceso de conocimiento y acción quizá mucho más adecuado a los conflictos que auspicia nuestro paisaje y a la cuenta que de ellos pueden dar nuestras disposiciones.
Por el contrario, el miedo, social y políticamente codificado, desvía nuestra atención y nuestro cuidado a objetos que no por haber quedado muy determinados tienen porqué tener valor cognitivo alguno en relación a aquello que legítimamente nos puede o debe inquietar…
Así en el s. XVII había muy fundados motivos de angustia derivados de los procesos de cercamiento de las tierras comunales, la concentración de poder administrativo y militar en manos de los monarcas absolutistas o el encastillamiento de la Iglesia en sus reductos de poder intelectual e inquisitorial… Todo ello tendría graves y muy reales consecuencias para las vidas de los habitantes de países como Inglaterra, Francia o España. Sin embargo en esa misma época el miedo, mediante el que se pretende vertebrar esa legitima angustia es el miedo a las brujas o a los agentes de Satán. Con ello quiero decir que no por tender hacia lo conocido puede un nivel de discurso reclamar valor cognitivo u operacional alguno. Al menos no es eso lo que sucede literalmente con las poéticas del miedo. Puesto que si bien es obvio que el miedo, cada miedo, se constituye como una cierta objetivación de la angustia: “en el miedo a la violencia, el hombre en lugar de arrojarse a la lucha o rehuirla se satisface mirándola desde afuera. Saca placer de escribir, leer, oír, contar historias de batallas” no queda claro sin embargo que podamos obtener un conocimiento operacionalmente interesante, más allá del etnográfico, a partir del abordaje contenidista y directo de esa objetivación desviada…
Donde sí hallaremos un valor cognitivo –esa es nuestra apuesta, obviamente- es en el análisis modal de esas mismas poéticas: determinando cuales son los niveles en los que se articula el miedo, cuales son las escalas, los niveles de operacionalidad de la amenaza que cada poética del miedo, cada monstruosidad, da en invocar. Para ello habrá que tomar las objetivaciones del miedo no por lo que dicen, sino por cómo lo dicen y por aquello que aportan en tanto modo específico de organizar la sensibilidad y la acción, habrá que tomar las objetivaciones del miedo como sistemas prácticos, como modos de relación. Al hacer un análisis modal de los relatos fílmicos de terror no nos quedaremos, como hacen buena parte de las publicaciones sobre cine que hemos encontrado, en el virtuosismo de este o aquel actor, las peripecias financieras de los productores o los alardes de la sección de maquillaje y sastrería… lo que nos interesará será la medida en que la pieza analizada contribuya a la definición y circulación de un determinado modo de relación, de una concreta modulación de nuestra sensibilidad y capacidades cognitivas que en el caso que nos ocupa se organizará en torno a una teoría de la amenaza.
Seguramente sería del mayor interés realizar un recorrido por la producción de monstruosidades a lo largo de la Ilustración y el Romanticismo, un recorrido que nos llevará paso a paso hasta los monstruos de nuestra propia era. Pero la discreción nos obliga a acometer un objetivo mucho más limitado, de modo que nos centraremos en este primer ensayo a analizar, desde los presupuestos de la estética modal, la producción cinematográfica de monstruos desde los años 30 del s. XX hasta la actualidad.








Monstruos Aristocráticos

Puestos a organizar modalmente la producción y la performatividad de los monstruos, quizá sea inexcusable empezar considerando en primer lugar un posible orden de monstruos aristocráticos. Se trataría de una serie de poéticas de la monstruosidad organizadas en torno a personajes extremadamente notables, procedentes de estratos sociales o biológicos altamente diferenciados: príncipes destronados, condes malditos y toda suerte de jerifaltes y sumos sacerdotes caídos en la desgracia de la historia. Por lo general estos monstruos vienen de afuera y de arriba, de otro tiempo, de otra sociedad, quizá ahora dominada o exterminada por la sociedad misma a la que el monstruo aristocrático va a interpelar.

La Momia, sería un buen ejemplo para empezar. Nos las vemos aquí con un clásico monstruo salido de las catacumbas mentales del colonialismo y el eurocentrismo. La Momia es una criatura destacada que regresa de entre los restos de una cultura extinguida y dominada, de una cultura sin derechos ni legitimas pretensiones, pero que, contra todo pronóstico , sale de su tumba e intenta birlarle la chica al galán occidental, canónico y soso como él solo. Un monstruo aristocrático es siempre un macho alfa descatalogado, un galán fuera de juego. Los monstruos aristocráticos son muertos vivientes eminentes, famosillos incluso.
Tirando de ese prestigio de clase que les caracteriza, y pese a su completa carencia de legitimidad histórica o política –a los ojos de los asustados, claro está- los monstruos aristocráticos suele lograr suscitar lealtad ciega entre discretos grupos de seguidores, mediante los que refuerza su ataque al varón hegemónico, así la Momia misma que logra incitar a la rebelión a una turbamulta de seguidores que no atacan a los británicos porque tengan alguna cuestioncilla pendiente con la potencia colonial, sino porque han sido hipnotizados por la Momia.

Pero si hay algo característico del monstruo aristocrático es que tanto su frente principal de ataque así como el protocolo de su eliminación se resolverá en algo sumamente individualizado. Por lo demás, su muerte demostrará su carácter de monstruo, disolviéndose en polvo y polillas, siendo tragado por el sumidero de la historia sin dejar huellas… demostrando que aquello no era propiamente humano y que habíamos hecho muy bien negándole cualquier tipo de derecho jurídico.

Algo peor que con la Momia, sucede con King Kong, otro grandísimo ejemplo de monstruo aristocrático –rey también de su propio reino perdido, una naturaleza tan extinguida y dominada como el antiguo Egipto- pero que sale de su reclusión histórico-ontológica y se dedica –de nuevo- a intentar quedarse con la chica de la película, blanca y rubia. Pese a su magnetismo y sus indudables dotes de seducción el gorilón parece por completo ajeno a las normas básicas de la galantería que su rival occidental, aunque algo rudo también, sí es capaz de comprender.
La cosa, como es sabido, acabará fatal en las tres versiones de la película, puesto que el monstruo aristocrático, el macho alfa de la cultura dominada, no aceptará su condición de atracción de feria e insistirá con el temita de la chica y los matrimonios interculturales.
Tampoco a King Kong se le dan garantías procesales de ningún tipo, aunque eso sí se le concederá una muerte privilegiada, una especie de ejecución pública con todos los honores que sólo a los líderes de las revoluciones abortadas se les podría conceder.

Pero por supuesto que si hay un monstruo aristocrático, sin salir de esta misma época de los monstruos, ese es el Conde Drácula encarnado por Bela Lugosi. Otro eminente muerto viviente, otro desacoplado procedente, en esta ocasión, de la remota y semisalvaje Transilvania, una zona de Europa anclada en el pasado -los lugareños que atienden la taberna-estación de diligencias van todos convenientemente vestidos de lagarteranos- y llena además de influencias orientales…
Drácula demuestra su carácter aristocrático, aparte de con su reluciente chistera y las dobleces de su capa, con ese menosprecio tan chic con el que chupa la sangre cuando sus victimas son pueblo llano y entablando relaciones altamente individualizadas con sus victimas, cuando se trata de señoritas de buena familia, que por supuesto tendrán que hacerle desistir de sus trasnochadas pretensiones de ascenso y aceptación social, partiéndole el corazón con una estaca de madera o lo que tengan más a mano.

Pero para no perdernos en el corazón de las tinieblas, vamos a ir directos a lo que nos interesa destacar en este primer nivel de la taxonomía: se trata del carácter individualizado de la relación monstruoso-aristocrática, tanto del miedo que el monstruo aristocrático produce, como finalmente del modo de ponerle fin.
En este primer orden de monstruosidad, los esbirros o seguidores del monstruo no provocan demasiada preocupación: son como Renfield en Drácula, apenas otro tipo diferente de víctima. Quien se ocupa de asustar pues, es el monstruo aristocrático mismo, de modo altamente individualizado además: se fija en esta o aquella chica y va a por ella. Si se carga a alguien más es porque a todos les da por molestarle en sus planes. De ese modo, no sólo el nivel de producción de miedo es individual, sino que también lo es su escala de destrucción: todos estos monstruos suelen destruir a sus victimas una a una, en un privilegio individuador, característico de las eras aristocráticas, que también se aplicará finalmente al mismo monstruo que, a su vez, habrá de ser destruido individualmente, con un método específico y delicado.

La era dorada de los monstruos aristocráticos debió ser, sin duda, la era previa a la Primera Guerra Mundial y quizás la década siguiente a la misma. Es la era de Fantomas y FuManchú , de los ladrones de guante blanco y la era, por supuesto, en la que el terrorismo anarquista fue capaz de producir ataques tan altamente individualizados como los del Drácula o la Momia contra reyes, zares y ministros.
Pero esta época, en que los poderosos y los insurgentes se trataban de tú a tú, estaba llamada a extinguirse para dar pie a un segundo momento en la producción de monstruosidades.





Monstruos de masas.

Si hubiera un segundo nivel, determinado igualmente tanto por la escala de producción de miedo como por la escala de destrucción en que los monstruos se aplican, este sería el de los “monstruos de masas”. Son monstruos sin atributos que los individualicen y los caractericen de modo inconfudible. Comparar un monstruo de masas con un monstruo aristocrático sería como comparar un Ford T con un Rolls Royce. Los monstruos de masas son pues los monstruos de la era del fordismo.

Un ejemplo hermoso serían los zombies, que como Drácula o la Momia son muertos vivientes pero que son incapaces de asustarnos si comparecen de uno en uno. Los zombies como buenos monstruos de masas sólo son temibles precisamente cuando atacan en oleadas, cuando se juntan y actúan con la fuerza que les da el aspecto de horda, de “marabunta”.
Por lo demás e igual que los zombies no guardan ningún aspecto que los individualice o haga su antigua identidad relevante de algún modo, tampoco en su ataque parecen tener preferencias individualizadas. Todos comen de todo y lo hacen todo el tiempo. Lo que asusta es su actuación como masa y su continua voracidad, digna de una horda de turistas, de marcianos, de comunistas, o de hormiguillas carnívoras.
Diríase entonces que esa capacidad de formar y asimilar masa es, precisamente, lo que produce horror. Ese es el caso, además de los zombies, de otro buen representante de los monstruos de masas: los ultracuerpos, que como los comunistas, asustan mediante la perspectiva de ser asimilado, incluso devorado, por la masa, que de una forma u otra te acaba por transformar en uno de los suyos: hay siempre un momento terrible en los relatos de este orden de monstruos cuando un personaje que hemos visto vivir normalmente, a menudo un amigo o un cuñado del protagonista, reaparece ya asimilado por el monstruo masivo, reacoplado dentro de él...
Con ello se ve con mayor claridad el segundo vector estructural de clasificación, a saber el de los efectos que producen los monstruos: los de la era aristocrática son netamente destructores de la individualidad perseguida, mientras que los de la era fordista empiezan a introducir el miedo por transformación-asimilación-deglución. Si los monstruos de la era aristocrática amenazan a los individuos, los monstruos fordistas amenazan entonces a la estructura misma de la socialidad.
Siendo así, los monstruos de masas asustan desde un nivel diferente –el que les proporciona su cualidad de masa- y lo hacen a una escala diferente –la de transformar por completo la socialidad posible: King Kong quería casarse con la chica y tener una familia decente. Los zombies o los comunistas no. Y cuidado que esto es importante: no se trata de que estos monstruos de masas destruyan “la civilización” con sus normas de socialidad y relación – ya llegarán los monstruos que hagan “eso”- simplemente la transforman más allá de lo que podemos soportar en función precisamente de su carácter masificado e indiferenciado, casi animal… Eso es lo terrible de los “ultracuerpos”, acaso unos de los monstruos de masas más acabados, que siempre insisten en que aquello con que amenazan, no te va a doler, sólo te va a dejar sin sentimientos. Serás el mismo pero no serás el mismo. No es eso lo que les pasa a los habitantes del campo cuando emigran a la ciudad. Lo que le pasa a cualquier hijo de vecino cuando entra en el orden de producción capitalista, o en el orden de producción socialista…
La amenaza constituida por un orden social en el que no nos podemos reconocer es por lo demás el miedo específico de otro ejemplo de monstruos de masas: los niños marcianillos de “El pueblo de los malditos” . Una especie de mala digestión del fordismo que genera unos niños listísimos, rubios, bien peinados y abrochados hasta el colodrillo, pero que en virtud de la sociedad superior que preconizan están dispuestos a cargarse a quien haga falta..

Con todo y mientras occidente se aterraba con estas figuraciones, el mismo capitalismo fordista había ya asentado y superado sus posiciones. La normalidad compulsiva ya no constituía valor y las amenazas de invasión social por parte de los comunistas o los marcianos dejaron de tener la credibilidad de que gozaron tiempo atrás.
Todo ello hará preciso pensar un nivel más insidioso de destrucción y amenaza. Con él habrá que llegar a un tercer tipo de monstruosidad.




Monstruos que vienen de dentro

- ¿Creéis que podéis disparar a todo lo que no os gusta? ¿Y qué pasaría si lo que no os gusta, viniera de dentro de vosotros mismos? ¿cómo le dispararíais?
(The Stuff, Larry Cohen, 1985)


El tercer momento de esta pequeña teoría de la distribución, de esta cartografía de la amenaza, es el de los “Monstruos que vienen de dentro”: monstruos surgen desde dentro mismo del cuerpo social o físico al que atacan y que muy a menudo mueren matando como los yihadistas y el cáncer. Se trata de monstruos que ponen de relieve la inanidad de los sistemas inmunitarios como hicieron los ataques del 11S y como hace el SIDA.
Quizá un gran ejemplo de estos nuevos monstruos sea Alien: un monstruo intratable e informe que cualquiera puede albergar insospechadamente sin dejar de parecer una persona normal, Alien puede estar en cualquier parte y es terrible precisamente por la letal combinación de su absoluta discreción e indiferenciación y su escala de producción de horror que es ya de alcance mundial –como el horror del eje del mal, de los coreanos del norte o los iraníes- es una escala susceptible de destruir el mundo entero y a sí mismos al mismo tiempo.
Hay en estos monstruos una implosión, no de otra manera puede entenderse el hecho de que el monstruo esté ya dentro –como los paquistaníes con ciudadanía británica- y que además su escala de destrucción vaya más allá que la individual o la societaria de los anteriores monstruos. Estos monstruos han sido construidos para amenazar a la civilización misma y parecen dispuestos no ya a dominar el mundo o a quedarse con la chica que viene a ser lo mismo –como los entrañables villanos aristocráticos- sino a destruirlo sin más, incluso si ellos mismos perecen en ese proceso.
Si los monstruos aristocráticos destruían al individuo y los de masas la socialidad, los que vienen de dentro han globalizado aún más su destructividad y van a por el mundo tal cual.
La llegada de Alien a la tierra es terrible no sólo porque matará a este o aquel individuo, ni tampoco porque vaya a modificar las formas en que organizamos nuestra socialidad. Alien es terrible porque va a acabar con el mundo tal y como lo conocemos y lo va a hacer saliendo de nuestras propias entrañas…

Otro gran ejemplo de monstruo que viene de dentro es “The Stuff”, donde la amenaza se materializa en una especie de yogurt que emerge de la tierra misma en una mina abandonada y que muy pronto es convertido en producto de consumo fetiche por una multinacional de la alimentación. El yogurt en cuestión resulta ser adictivo y la gente no puede parar de comerlo sin advertir que al hacerlo se van volviendo más y más intolerantes con los pocos consumidores que se resisten a deglutirlo a todas horas. El caso es que pasadas unas semanas el potingue emerge desde las tripillas de los consumidores abriéndoles en canal como hacía Alien para seguir expandiendo su viscoso imperio por el mundo.

Si limitásemos la caracterización de este tercer orden de monstruosidad al hecho mismo de “salir de dentro de uno” podríamos entonces recurrir a algunos de los clásico, como Mr Jekyll, o el mísmísimo Hombre Lobo. Estos monstruos ciertamente comparten con Alien o The Stuff su punto de partida, pero no su escala de operaciones ni su forma vírica de expansión. Mr Jekyll, por sí mismo no es una amenaza global ni pretende serlo, bastante tiene con aguantarse a sí mismo.

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Agentes Sociales

Esta pequeña investigación modal se sitúa en el campo disciplinar de la estética, no pretendemos hacer sociología ni buena ni mala, sino analizar y deconstruir –como siempre hacemos en estética- los procedimientos formales mediante los cuales se hace una construcción a la vez poética y social de los gustos y los disgustos, de los placeres y los miedos activos en cada época .
Como hemos adelantado, sostenemos que a partir de la observación de los monstruos como productos de la cultura popular se pueden colegir una serie de teorías de la amenaza, sucesivas y recurrentes figuraciones, tan caricaturizadas y socialmente desarticuladas como queramos, de lo que cada contextura social construye como idea del “mal”.
Pero vamos ahora a cambiar de perspectiva para fijarnos en la medida en que los procedimientos formales de determinación de niveles de agencialidad del miedo y las escalas de destrucción, informan sobre determinados agentes sociales de oposición.

Hemos visto en primer lugar monstruos aristocráticos que operaban individualmente y que destruían de uno en uno. Diríase que los monstruos aristocráticos son parte de una cultura política en la que aún se concibe la posibilidad de liberación a través de los magnicidios.
Parecería que lo que la fábula de los monstruos aristocráticos prefiguraba era la posibilidad real del asesinato político individualizado, como individualizado era el monstruo de la era aristocrática: el anarquista italiano Sante Caserio asesinaría al presidente francés Sadi Carnot en junio de 1894. En agosto de 1897 Michele Angiolillo asesinaría al presidente español Antonio Canovas del Castillo. Luigi Lucheni haría lo propio con la emperatriz Elizabeth de Austria en septiembre de 1898. Y Gaetano Brecci despacharía en junio del 1900 a Humberto I, rey de Italia. Todos estos monstruos matarán y morirán -tras procesos seguidos con expectación- de modo altamente individualizado. Toda una época llamada a extinguirse.
Es obvio que ninguno de estos anarquistas ni ninguno de los políticos asesinados –a buen seguro- tenía gran cosa que ver con la Momia o el Conde Drácula, pero sí es cierto que todos ellos comparten un nivel de ejercicio y una escala de acción. En Nosferatu es la protagonista femenina la que se sacrifica al vampiro para salvar a su ciudad aquejada de peste desde su llegada. En la era aristocrática de los monstruos el miedo se conjuga a través de la presencia individualizada del monstruo y sólo con su aniquilación como individuo es concebible que desaparezca... Al menos eso parecían pensar los terroristas anarquistas de finales del XIX y principios de siglo XX.

En contraste, si pensamos en los monstruos de la era fordista –seguramente muy importantes hasta los años 60 del siglo XX- nos encontramos con interesantes revelaciones sobre una cultura política que ya sabe que no basta con destruir al líder, que lo que hay que destruir es precisamente la trama toda de socialidad, sean los restos de la cultura rural –que John Berger ha descrito con tanta oportunidad- o los de la cultura obrera –que quizá en Inglaterra, Alemania o el norte de Italia llegó a tener visos de sobrepasar a la cultura burguesa y convertirse en hegemónica. Los monstruos masivos prefiguran la posibilidad real de destrucción de formas de socialidad definidas como hostiles o extrañas. Así el FLN en Argelia orientará su actividad a eliminar las masas de peones de la colonización, como a su vez lo harán las OAS o el ejército francés empeñado en aterrorizar a la masa de la población. No es difícil encontrar muchos más ejemplos de estos monstruos masivos, de Sendero Luminoso a los militares chilenos y argentinos, que han asumido el credo de la era fordista de los monstruos y que por ello conciben el miedo a través de determinadas formas de socialidad, de masa enemiga aniquilable como tal masa…


Retomando el concepto kantiano del “mal radical”, Hannah Arendt pensó las etapas del proceso que el totalitarismo ensayó en sus genocidios y por el cual se trataba de hacer que los seres humanos devinieran irrelevantes como tales. El mal radical para Arendt se cumple en tres pasos por los cuales se despoja a los seres humanos de sus derechos jurídicos primero, se les anula como personas morales después para acabar despojándoles por fin de lo que propiamente les constituye como humanos, a saber la capacidad de tomar iniciativas, la espontaneidad y la autonomía, la potencia instituyente.
Es evidente que los tres diferentes modos de relación de la monstruosidad que aquí hemos reseñado, reproducen de alguna manera este esquema. Es claro que los monstruos aristocráticos carecen de derechos jurídicos: nadie otorga garantías jurídicas ni procesales a Frankenstein, King Kong o Bin Laden , aunque dichos monstruos sí son capaces de iniciativa e incluso de un cierto sentido moral, así de un modo bien peliagudo sucede con King Kong. Con todo este “sentido moral” característico de la segunda fase del mal radical desaparecerá a su vez con los monstruos de masas.
Efectivamente no sólo no ha lugar a que un tribunal defienda a los zombies ni a los comunistas, sino que a estos monstruos se les niega claramente el discernimiento moral aún patente en los monstruos de primera generación.
Finalmente y con los monstruos de tercera generación como Alien lo que se cancela evidentemente es ya el último vestigio de humanidad. No queda nada que quepa calificar de autonomía y espontaneidad, ni hay nada de instituyente en una acción que de modo directo conduce acaso a la autoextinción.
Pero no olvidemos que todas estas criaturas son ficciones. Lo que tienen de real es precisamente lo que pueden estar proyectando como programa de aniquilación de derechos o más allá de proyecciones y esto es más terrible pueden estar simplemente recogiendo lo que ya es una situación de hecho. No deja de ser inquietante encontrarse con una reconstrucción tan clara del proceso de construcción y explicación del “mal radical”, ni deja de ser inquietante pensar la medida en que se legitiman con ello los procesos sociales y militares reales que se desatan en torno a la producción simbólica de monstruos: Bush tuvo a bien hablar sobre el mal como entidad en más de 319 discursos desde que asumió el cargo hasta junio del 2003. Luego viene Afganistán, Irak y Guantánamo –todos los Guantánamos-.
De esta forma vamos viendo que una teoría de las monstruosidades, además de proporcionarnos amena información sobre algunos entes de ficción nos la proporciona y muy interesante sobre aquellos agentes hegemónicos y muy reales cuyas acciones de destrucción real parecen calcarse en sus niveles de operatividad y sus escalas de aniquilación sobre los modelos ficticios proporcionados por cada modelo de monstruosidad.
Quizás entonces es ahora momento de darle la vuelta al análisis y ponerlo, como gustaban de hacer nuestros clásicos, sobre sus pies. Hemos visto sin demasiado sobresalto los procedimientos formales utilizados para ir dando figura a diversos niveles y escalas de la producción de miedo, pero ahora es el momento de introducir un principio que podríamos denominar de “inversión proporcional”, un principio por el cual aquello que se postulaba de los monstruos de ficción – niveles de operatividad y escalas de destrucción- pueda ahora ser postulado bajo la forma de medidas políticas y jurídicas reales.
El monstruo no existe pero en cualquier caso se organiza su exterminio. Las torpes hordas de zombies son combatidas con hordas de descerebrados armados de fusiles que disparan a todo lo que se mueve –y que de hecho en la versión clásica de la noche de los muertos vivientes logran matar al protagonista que había conseguido sobrevivir al ataque de los zombies-. Primero se construye una imagen-ficción del terrorista dispuesto a todo, equipado de armas de destrucción masiva, y luego se actúa en consecuencia…

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Acciones y pasiones del estado.

Podemos entonces introducir ahora el tercer término de este juego que acaba por involucrar en un mismo baile a Monstruos, Agentes Sociales y Políticas estatales. Si es obvio que la fabricación de monstruos caricaturiza socialmente el nivel y la escala de operatividad de los agentes sociales antagónicos, esboza los modos de la destructividad…podemos ahora establecer la medida en que esa misma fabricación de monstruos describe de un modo mucho más veraz los niveles y escalas en que se dimensionan las políticas estatales. Esto es así en función de la que podríamos denominar propiedad “especular” de los monstruos: sin dejar de ser caricaturas, el nivel de operatividad de los monstruos y su escala de destrucción reflejan –ahí sí- con cierta lealtad tanto el nivel como la escala de la violencia socialmente legitimada.

Así los monstruos aristocráticos parecen estar relacionados con la cultura política en el seno de la cual se percibe como obvia la posibilidad de dominar a un pueblo mediante la destrucción o cooptación de sus líderes, así sean fumanchus, draculas o momias: la rebelión en el Rif acaba con la captura de Abd El Krim, como acaba en Egipto con la muerte de El Mahdi. La obsesión por la decapitación es muestra de una cultura política más bien simple que sólo es capaz de concebir organizaciones extremadamente sencillas y por completo dependientes de sus líderes.

Igualmente es obvio que hay un nivel de productividad política en que el monstruo fordista se encarna en la sociedad norteamericana del macarthismo y el KKK, sus barrios suburbanos y sus centros comerciales que, desde entonces por cierto, se han impuesto al mundo entero. Ellos son la contraparte real de amenaza social que podemos obtener de los cuentos de miedo de la época de los monstruos de masas. Algo cabía aprender de esos cuentos de miedo, de sus niveles de producción de miedo y de las escalas de su aplicación.

¿Quien será pues el verdadero monstruo de la era del terrorismo? ¿Qué podemos aprender de los cuentos de miedo sobre Bin Laden y las armas de destrucción masiva? ¿cómo puede ser que en países donde los hábitos alimenticios, los automóviles, la precariedad laboral o la violencia de genero provocan tantos muertos nos preocupen tanto los terroristas suicidas –esos monstruos de tercera generación-? ¿Qué nivel de gestión podemos tener sobre lo que deberían ser nuestros propios miedos?
Y sobre todo, ¿no debería preocuparnos la escala de destrucción que se preconiza de los monstruos ficticios cuando sabemos –históricamente- que esas mismas escalas de destrucción han sido implementadas sin pestañear por los políticos y los agentes hegemónicos hasta la fecha? ¿Es exagerado pensar que en función de nuestros miedos a el tercer tipo de monstruos se haya podido desatar un ataque a gran escala contra países pertenecientes al “eje del mal”?
Diríase urgente plantear una economía política de los monstruos, una fría determinación de los límites que debemos imponer a la capacidad literaria de nuestros políticos, sobre todo, porque los más terribles cuentos de miedo acaban sucediendo como al dictado…


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Modos de relación. De lo estético a lo político y viceversa.

Toda monstruosidad pone de manifiesto una hipótesis sobre los niveles y las escalas en las que se percibe como vulnerable la cohesión interna de un sujeto o una sociedad. Las monstruosidades por tanto nos cuentan, por tanto, muchas más cosas sobre la sociedad o los sujetos que las emiten, que sobre el “monstruo” mismo, que siempre es –a todo esto- una criatura de ficción. Lo que no es ficticio entonces, es precisamente lo que resulta constitutivo y lo que se destaca como vulnerable de los distintos sistemas prácticos con los que organizamos nuestra vida social y política. La teoría de los monstruos es por tanto siempre una teoría de lo político que circula a través de los canales característicos de lo estético.
Esto es así en la medida en que un buen monstruo tiene que funcionar en términos estéticos. Tiene que ser una idea estética, de modo que su irreducibilidad a concepto exprese precisamente su potencia en tanto dispositivo estético general y su potencia en tanto dispositivo político en un plano estratégico. Si bien en el nivel táctico de lo político se exigirá al monstruo que se concrete y se materialice en un enemigo tangible y eliminable… esto no es óbice para que a largo plazo, en el plano de lo estratégico, los sistemas de organización de lo político requieran de esa flexibilidad y esa capacidad de adaptación disposicional que sólo se encuentra en las ideas estéticas. Sin ese carácter estético los monstruos serían pobres remedos de sí mismos y su carácter de cartón piedra les restaría credibilidad.
Siendo esto así, ¿qué es lo que debería asustarnos y de hecho nos asusta en cualquier poética de la monstruosidad? Seguramente una determinada apuesta sobre cómo se halla estructurada nuestra vulnerabilidad.
Así por ejemplo, con los monstruos que vienen de dentro, nos hallamos ante una dinámica de carácter tan implosiva y suicida como el cáncer. Lo que nos asusta es la revelación de su funcionamiento como un cuerpo dentro del cuerpo, una sociedad dentro de la sociedad, como ETA, el IRA o Gladio.
Una de las funciones de la estética modal, del pensamiento estético que trabaja con “modos de relación” radica precisamente en ser capaz de señalar con lucidez los elementos básicos y las reglas de cada modo, de cada poética, aunque se trate como es aquí el caso de “poéticas del miedo y la amenaza”. De otra forma, y eso es intolerable en nuestra disciplina, confundiríamos fatalmente las justificaciones internas de cada poética con la teoría estética tal cual y eso limitaría gravemente nuestra capacidad de análisis y nuestra apertura frente a las propuestas de las nuevas poéticas. Por supuesto que a cada poética hay que otorgarle crédito para que pueda poner en juego sus elementos y dar de sí cuanto pueda, pero no podemos confundir ninguna poética determinada, por muy pretenciosamente que ésta se presente, con una teoría general de la sensibilidad.

Otro tanto sucede en el terreno de la política y los monstruos. Parece claro que la producción de monstruos durante la modernidad ha registrado varios efectos.
En un primer nivel ha supuesto un cierto reconocimiento de elementos y niveles de articulación diferentes de determinadas conflictividades sociales. Así lo hemos visto desde los monstruos coloniales previos a las guerras mundiales hasta los monstruos de masas de la era del fascismo y el fordismo o los monstruos implosivos del último cuarto del siglo XX.
En un segundo nivel ese reconocimiento ha ido vinculado a la estilización y caricaturización de lo que en verdad había de antagonismo en determinados agentes sociales
En un tercer nivel y en base a esa caricaturización misma, la teoría de los monstruos ha producido una legitimación de determinadas reacciones por parte de los poderes establecidos que debían responder a la amenaza de los monstruos.
Esta es la dialéctica que queríamos mostrar a través de la revisión de los monstruos del siglo XX. Por una parte los monstruos se basan en miedos socialmente relevantes, miedos que son caricaturizados y absolutizados para, en base a dicha caricaturización y absolutización, proceder a la legitimación de la respuesta.
De este modo la respuesta no se produce directamente para hacer frente a las angustias social y antropológicamente relevantes, sino para enfrentarse con los miedos, con los simulacros en los que éstos se han convertido. Ni que decir tiene que esa dialéctica no tiene visos de garantizar ni lucidez, ni proporcionalidad, ni adecuación en las respuestas que se generan a los problemas bien reales que siguen subsistiendo, pese a los cuentos de miedo.