jueves, 21 de abril de 2011

Hamlet (y III)

¿Quién construye más sólido que el albañil, el carpintero o el calafate?

Esto pregunta un enterrador, y el otro le contesta “el que hace la horca, porque sus casas sobreviven a mil inquilinos”. Esa respuesta está bien, la horca que es como decir el poder político está bien. Pero está bien –dice el primer enterrador- para los que hacen mal y cualquier hijo de vecino hará mal en decir que la horca –o el estado como quien dice- es más sólido que la Iglesia, por lo que quizás merezca él mismo la horca…
Estamos en los inicios de la modernidad y andamos buscando fundamentos para la acción, para el hacer y el comprender humanos, estamos averiguando quien construye más sólido. La respuesta –dice nuestro enterrador- no puede ser el “estado” porque entonces entramos en conflicto con la Iglesia. Y quizá –no sería extraño- salgamos mal parados. El mismo Carlos V, apenas unos años antes ha agotado su imperio intentando mediar entre los estados alemanes y la Iglesia… y ha fracasado miserablemente.
El Renacimiento y la Ilustración han sido un largo proceso de indagación, de búsqueda de las fuentes de nuestra autonomía, recurrir al Clasicismo no fue sino una argucia para eludir la legitimidad única y aplastante de la jerarquía católica. Inventarnos unos clásicos y reclamarnos sus herederos siempre es una buena idea para poder organizar nuestras propias vidas y las de nuestras comunidades sin tener que estar pidiendo permiso y perdón a cada paso.
Para construir esa autonomía, esa vida liberada de la inmadurez autoincurrida, es preciso que eludamos tanto a la Iglesia como al estado, tenemos que ser capaces de construir más sólido.
De modo que vuelve la pregunta de nuestro enterrador:


Por segunda vez ¿Quién construye más sólido que el albañil, el carpintero o el calafate?

Es el enterrador. El enterrador es quien construye más sólido que albañiles, carpinteros, juristas, y otros promotores inmobiliarios, porque sus moradas duran hasta el día del juicio. Un enterrador es una especie de almacenista, de administrador de los subproductos de la muerte. En cierto sentido sólo el enterrador, de entre todos los personajes de la obra, es quien se mueve en un plano verdaderamente ético. ¿Cómo es esto? Una decisión tiene un carácter eminentemente ético cuando nos va la vida o la muerte en ella. Claro que no siempre tenemos que morirnos del todo, pero será una decisión ética si a resultas de ella nos morimos aunque sea un poco, o nos vivimos un poco más. Toda decisión ética supone una cierta regulación, una administración de nuestra posibilidad, casi diríamos de nuestra capacidad, de morir. Aunque no sea más que un retazo de la misma, una pequeña muerte de esas que experimentamos cada vez que tenemos que renunciar a una parte de nuestro conatus, a algo que podríamos ser y que decidimos no-ser, quizás para ser otra cosa, quizás no.
Si en una decisión no nos jugamos una pequeña o una gran muerte, entonces es una decisión que podrán tomar nuestros criados por nosotros, los resultados serán más o menos convenientes, más o menos divertidos, pero el nivel en que estamos no es el propio de la ética. Entramos en el dominio de la ética cuando asumimos enterrar, o estamos dispuestos al menos a hacerlo, una parte de nuestro conatus o nuestra vida toda. Cuando la elección, por tanto, define cómo nos construimos un carácter, un ethos, y a la vez cómo no lo construimos. Todos nacemos equipados para vivir mil vidas, pero al cabo sólo vivimos una. Todas las decisiones que tomamos para vivir esa vida –si es que las tomamos- implican no vivir las otras e implica por tanto morir en lo que a esas otras vidas refiere. Cada elección ética cava una fosa en la que va a parar una vida que no hemos querido vivir, o llegado el caso la vida misma que sí estábamos viviendo pero que hemos tenido que poner en juego.
El saber de la ética por tanto no es otro que el que nos informa sobre las diferentes fosas hacia las que podemos decantar nuestro conatus, podemos morir –un poco o del todo- por esto o por aquello o por aquello otro, pero de algo tendremos que morir si es que no queremos vivir como pinturas o animales. El enterrador de Hamlet es el único que sabe quien es quien, donde yace cada cual, en qué fosa consintió en meterse y con quien la va a compartir.
Y es que por supuesto, aunque las paguemos a perpetuidad, todas las fosas acaban por ser fosas comunes: en ellas se mezclan del modo más promiscuo e irreverente los huesos de diferentes muertecillos. No es vano que Ofelia –que tanto afecto ha recibido del Hamlet adulto- sea enterrada en la misma fosa que Yorick –el bufón del rey que tanto afecto recibió del Hamlet niño…
El lugar de la ética en el sistema de las actividades humanas nos lo revela entonces el enterrador de Hamlet: dicho lugar no puede ser otro que el del saber susceptible de organizar y distribuir las distintas fosas, que es como decir los distintos conatus, los distintos ethoi, en los que elegimos enterrarnos. Por cierto que si fuéramos capaces de concebir algo así como el conjunto y suma de de todas las fosas-ethoi no andaríamos lejos de una imagen del ser genérico, el Gattungswesen que tanto centrara el pensamiento de Marx y el de Lukács.
Pero esa es harina de otro costal. O no.


No hay caballeros más antiguos que jardineros, cavadores y enterradores, herederos del oficio de Adán, puesto que Adán es el segundo en tomar una decisión ética –la primera fue Eva evidentemente. En la Biblia la expulsión del paraíso sucede de modo más o menos automático, muy eficientemente. En cambio, en “El paraíso perdido” de Milton se le concede a Adán la posibilidad de disociarse del sacrílego error cometido por Eva, pero Adán reflexiona y decide mantenerse junto a Eva y asumir las consecuencias de su acto, juntos. Necesariamente la primera decisión de orden ético no puede ser sino abandonar el limbo del paraíso y en arriesgar, apostar la vida. La del paraíso sólo podía ser una especie de vida tutelada, como si habitáramos eternamente en un resort turístico con todo incluido. La vida ética sólo puede estar fuera del chiringuito temático, de la playa de lujo cutre que alquila el hotelero Dios.
Paraíso en este sentido, como dispositivo imposibilitador de la vida ética, sería por otra parte cualquier conjunto que constituyera una repertorialidad cerrada, sin ambigüedades ni derivas. Cualquier credo ciego, cualquier sistema cerrado de referentes. Pero ya es obvio que no existen paraísos, que todo repertorio exige y admite diferentes disposiciones y que los distintos acoplamientos que se generan se las ven y se las desean en un paisaje que se construye a golpe de conflictos, que se resuelve a fuerza de expulsiones y cercamientos… Adán hizo lo que debía y lo único, por otra parte, que podía hacer. Lo posible era lo necesario y por eso se hizo efectivo.
La ética se plantea entonces, y eso llega a entender Hamlet, como administración de la muerte, de las pequeñas muertes que sufrimos cada día y de la gran muerte que debemos saber poner en juego cuando es el honor, o la entereza del conatus como quien dice, lo que está en juego. Siendo así el único principio propiamente ético es el que chuscamente enuncian nuestros héroes de sainete: “Antes la muerte que perder la vida”, antes la muerte que vivir en la mezquindad de quien no vive sino de prestado, de quien no vive sino de modo vicario, por la gracia y el concepto de otro.



Lo dice el enterrador, el gran entendido en ética –¿quien si no?- : si el agua va hacia el hombre y le ahoga éste no es culpable ni responsable en modo alguno, ahora bien si es el hombre el que va hacia el agua…entonces quiera o no ahogarse, ya cambia el asunto puesto que ha sido él quien se ha puesto en un terreno propiamente ético al tomar la iniciativa, al ponerse en juego, al ir hacia el agua. Ahí radica la vieja división spinoziana entre acciones y pasiones, pero a eso aún añaden algo nuestros finos enterradores puesto que en sus discusiones no dejan lugar a ningún orden de idealismo y saben bien que sólo la gente poderosa puede tomar decisiones tan radicalmente éticas como ahorcarse o ahogarse a diferencia de sus prójimos cristianos, cuya capacidad para administrarse sus muertes, y con ello administrar y dosificar sus vidas les ha sido expropiada. Si Ofelia no hubiera sido persona de categoría no habría recibido entierro en sagrado, se le hubieran arrojado piedras en lugar de oraciones…
Con esta reflexión podemos mover la discusión: ahora sabemos cual es el lugar de la ética en el sistema de las actividades humanas y también sabemos que no todos estamos en condiciones de vivir una vida ética. Se impondrá por ello pasar del campo de la ética al campo de la política o mejor a una ontología del ser social.
Esa será la tercera sección de “Desacoplados”.

viernes, 1 de abril de 2011

Mis deberes

Lo libre

Si pensamos en la libertad no como una especie de hueco desorientado sino como autonomía, o autodeterminación en una situación dada, estamos asumiendo de hecho cierta suerte de predeterminación, una que se inserta en la serie de formas de la predeterminación real que se levantan unas sobre otras, que se relacionan de tal modo que las superiores están condicionadas pero no determinadas del todo por la inferior. Esto sucede además en un entorno policontextural: libertad sólo puede haberla en la medida en que se superponen una pluralidad de determinaciones.
La ley de predeterminación real deja espacio a la multiplicidad de tipos estratificados de predeterminación, por ello la libertad es el límite interno de la predeterminación real. Interno porque limita con otras predeterminaciones
La libertad no es indecisión ni alternativa abierta, sino perfecta decisión, perfecta combinatoria de los modos de relación, de las contexturas puestas en juego y en las que somos puestos en juego…



Lo necesario

El deber-ser por definición no es nada meramente posible, si lo fuera, es decir si ya se estuvieran dando todas las condiciones para hacerse efectivo, entonces no tendría importancia ninguna pugnar por él, puesto que se daría en su momento y en paz. El deber-ser por tanto no tiene porqué ser a menos que trabajemos operacionalmente sobre la modificación de las condiciones que lo harían posible y efectivo… necesario ya lo es, en un sentido ético.
Esto tiene su relevancia si nos permite entender algo tan obvio como que la justicia o la belleza no van a comparecer por divina disposición o fatalidad ineludible, sino que habrá que construir las condiciones para que puedan darse.
Con todo el deber-ser tiene una cierta actualidad que deriva de su ser exigido, plantea lo que Hartmann llama una forzosidad sin coacción. Por eso, como hemos dicho, lo vuelve también de algún modo necesario, aun antes de su posibilitación: esta necesidad “por encima” de las condiciones reales no aporta nada al contenido del deber-ser, lo que le aporta es la fuerza la iniciativa real capaz de hacerlo posible mediante la implementación de las condiciones de su posibilitación.
Esto marca propiamente el paso de lo ético a lo político sin permitirnos caer en las mallas de lo quimérico.
Nadie –sostiene Hartmann- puede “querer lo imposible” , sino que por definición siempre queremos algo que entendemos sólo como provisionalmente no-posible y que tampoco por sí mismo se va a hacer posible. Esto es inherente a la volición, verdaderamente sólo podemos decir que “queremos” algo en la medida en que nuestra actividad e intervención se hallan en la disposición, operacionalmente dispuesta, de posibilitarlo, es decir, de reunir todas aquellas condiciones que lo harán posible y por ende efectivo, confirmando así la lucidez moral que nos hizo concebirlo como necesario cuando sólo era parcialmente posible.

Por eso como sabe Hamlet, nuestras acciones sólo merecen ese alto nombre cuando se acoplan con un querer efectivo que queriendo lo que debe ser, supone el comienzo de la efectuación de aquello mismo que debe ser.
La necesidad de este deber ser es una necesidad libre sólo en la medida en que no es una necesidad real, es decir, en la medida en que no se constriñe a las condiciones de posibilitación efectivamente dadas, puesto que exige aquello que aún no tiene una razón suficiente.
Ahora bien, haríamos muy mal en confundir esta necesidad libre con una noción indeterminista de libertad. Esto lo vieron con toda claridad tanto Spinoza como Kant cuando pensaron en una libertad en sentido positivo, una libertad que no implicara una disminución de la predeterminación sino al contrario, un incremento exponencial de la misma que nos hace añadir a la necesidad natural, la necesidad propia del deber ser, que no es nunca una coacción sino una exigencia de la que sólo cada uno de nosotros –en la medida en que encarnamos un conatus, o varios- podemos saber .

Si de algo queremos ser libres es de la estrechez de lo realmente posible.

Si para algo queremos ser libres es para acometer aquello que íntimamente, vitalmente, entendemos como de todo punto necesario.

La posibilitación políticamente lucida, operacionalmente tramada, de ese deber ser, de esa necesidad que sentimos como inherente a nuestro conatus es lo que nos hace ser hombres. Si no es así somos pinturas o animales. Esta cuestión operacional no es por tanto un detalle menor, antes bien es lo que nos constituye como específicamente humanos:

he that made us with such large discourse,
Looking before and after, gave us not
That capability and god-like reason
To fust in us unused


Por eso la posibilitación es la verdadera acción y por eso cuando la conciencia y las pálidas sombras de la razón nos hacen cobardes nuestros actos dejan de parecer acciones:

Thus conscience does make cowards of us all;
And thus the native hue of resolution
Is sicklied o'er with the pale cast of thought,
And enterprises of great pith and moment
With this regard their currents turn awry,
And lose the name of action