martes, 21 de diciembre de 2010

Hamlet (y II)

Hamlet podría ahora ser una máquina.

Lo decía Marx, las máquinas –como los repertorios de modos de relación- son órganos del cerebro humano creados por la mano del hombre, potencia objetivada, formalizada del saber. Pero como muestra Marx en “El Capital” y Chaplin en “Tiempos Modernos” las máquinas de dar sopa y los modos de relación pueden eventualmente proclamar su independencia de fragmento, la soberanía del pedacito de lógica que encierran y replican, para imponérnosla sin consideración alguna a nuestras preferencias o nuestras tragaderas. Lo característicamente eficiente, triste y relativamente desquiciado de las máquinas marxiano-chaplinianas es precisamente esa resolución unidimensional y desacoplada de su funcionamiento.
Por eso nos sigue cayendo bien Hamlet mientras se ahoga en su mar de dudas, porque pese a la tabarra que le da el espectro se resiste a convertirse en una máquina del todo desacoplada. Es sólo cuando la torpe conspiración de Claudio le pone contra las cuerdas, que se dice “Todos mis pensamientos serán sanguinarios o no valdrán nada”. Ese es el momento en que Hamlet declina ser un hombre entero, puesto que –recordémoslo- es de la articulación de la sangre con el buen juicio de lo que dependía, según el mismo Hamlet ser un hombre bueno. Al hacer que todos sus pensamientos sean sanguinarios, o repertoriales para el cao, sin mediación alguna del buen juicio y las demás disposiciones capaces de modular el conatus, Hamlet mismo se aboca a la monocontexturalidad más cerril, más suicida en extremo.






Es emocionante ver cómo dos ingenios chocan de frente.

Una de las cosas que más me ha interesado en Hamlet y que ahora puedo formular en términos teóricos es la medida en que plantea un paisaje basado en el desdoblamiento y la contraposición, un paisaje en el que dos modos de relación se van tanteando lentamente y con vacilaciones, sondeando las posibilidades de acoplamiento o de convivencia en el desacoplamiento... para acabar concluyendo la necesidad de su mutua destrucción.
Por su parte, Claudio ha ido achantando con los desplantes e insolencias de Hamlet, con su inoportunamente largo duelo, mientras intenta averiguar en el mayor de los secretos si éste sabe o sospecha siquiera parte de su crimen secreto. Tras caer en la trampa conceptual que Hamlet le tiende en la obra de teatro, ya no puede seguir debatiéndose entre dudas y mortificaciones, de modo que organiza la expedición a Inglaterra que implica la necesaria muerte de Hamlet: "pues él es como una enfermedad mortal en mi sangre... hasta que (su muerte) no se haya consumado, nada podrá alimentar mi dicha, sea lo que sea”.

Por el otro lado, Hamlet ha chapoteado persistentemente en su propio mar de dudas: si es mejor para el alma sufrir los dardos y golpes de la insolente fortuna, etc etc… Pero con las conclusiones que obtiene de contemplar la trampa que él mismo ha tramado en el teatro y de ver la que Fortimbras está organizando en el campo de batalla, despeja por completo sus propias vacilaciones llegando por su parte a la misma conclusión y exigiendo la muerte de su enemigo modal.
Eso sí, mientras que Claudio se mantiene en el consabido plano táctico de los afectos –de sus propios afectos- a la hora de justificar la muerte de Hamlet, el príncipe le da una fundamentación operacional que anticipa –de hecho- la legitimación del magnicidio que –apenas cincuenta años después- planteará Hume en su Ensayo sobre el gobierno civil: si el Rey atenta contra nuestros derechos naturales, entonces será de todo punto legítimo, perfect conscience le llama Hamlet –y hasta obligatorio- acabar con su vida. En ese caso, lo condenable, lo pecaminoso sería permitir que siguiera haciendo daño un rey que no es sino “un cancer en nuestra naturaleza”.


Que semejante conflagración arrastre tras de sí también a otros agentes modales no es en absoluto extraño, puesto que como premonitoriamente dice Rosenkrantz: cuando la majestad muere no muere sola: como un abismo arrastra tras de sí lo que está cerca de ella…es como una enorme rueda fijada en la cima del monte más alto a cuyo radio se han pegado multitud de cosas menores...
Algo de eso hay en nuestra lectura que se propone como una indagación sobre el alcance ontológico de lo modal: cuando un modo de relación gime no lo hace solo, con él gime la parte del universo que se ha construido y definido bajo sus parámetros.
Por eso, la diferencia entre Hamlet y Claudio no es una mera disputa de poder, mientras la hierba crece... sino de toda una disputa modal, del choque y conflicto de dos modos de organizar la sensibilidad y la acción, de dos proyectos antropológicos irreconciliables.
La contraposición modal en cuestión no es simétrica en absoluto, puesto que uno de los referentes tiene una corte y un estado detrás mientras que el otro está fundamentalmente solo con sus fantasmas y su borrosa legitimidad.
En su caso, sin embargo, la revuelta modal está estrechamente vinculada con el carácter forzosamente insurgente, antihegemónico que conlleva oponerse al rey y a todos los muñequillos que habitan la Corte.
La guerra modal de Hamlet acarrea pues la vindicación de una dignidad de carácter antropológico vinculada con la capacidad instituyente que caracteriza al hombre. Justo antes de conjurarse a fondo en su propia destrucción y la de Claudio, Hamlet se pregunta… ¿qué es un hombre? Resolviendo que se trata de una bestia nada más: si lo único que hace en su vida es dormir y comer, es decir cumplir con el modo de relación hegemónico sin estridencias ni rupturas. Para Hamlet sólo se puede ser hombre enteramente usando de sus facultades, de su raciocinio, de esta divina facultad que ve el antes y el después… y eso implica romper en mil pedazos el tiesto modal llamado Elsinor. Aunque eso suponga la muerte del insurgente.

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Podríamos decir entonces que otra de las cosas que diferencia a Hamlet es que a partir de su desacoplamiento se genera una toma de partido que es al principio de carácter ético y que se transforma enseguida en una posición con implicaciones políticas, puesto que conlleva cometer un magnicidio. Al contrario que Laertes que sí que es capaz de tramar y organizar una rebelión popular para vengar la muerte de su padre, Hamlet no acaba de asumir una posición articulada plenamente en términos políticos




Flirtear con la muerte y la consumación
Hamlet arrasado en su primera melancolía de desacoplado duda –un tanto retóricamente, todo hay que decirlo- sobre si es mejor ser y por las mismas sufrir los dardos y golpes de la ultrajante fortuna, arriesgando el conatus en la humillación de quien se ve forzado a vivir las mil miserias y mezquindades que constituyen la vida de cualquier hombre entero… o no ser poniendo fin de un solo golpe a todos los males que son herencia de la misma carne… morir, dormir nada más.
Pero pese a la fama del monólogo no se revela aquí una tensión especialmente relevante puesto que desde el momento mismo en que se le aparece el espectro de su padre, como hemos dicho, Hamlet deja de ser un mero desacoplado para convertirse en un albacea, un ejecutor modal progresivamente monocontextural que no puede sino consagrarse a ajustarle las cuentas a Claudio. Por eso la duda sobre el suicidio suena en él algo literaria y retórica. Si Hamlet intentara envenenarse o lanzarse al vacío desde la torre más alta de Elsinor, allí estaría el espectro de su padre para darle la brasa y chafarle el plan.
Por el contrario, lo que sí que constituye dilema es si entregarse de lleno a la monocromática misión que le ha encomendado el espectro o bien ser capaz de compatibilizarla con sus dudas y su vida, manteniendo algún tipo de amarre con el mundo de los vivos, como su relación con Horacio, Ofelia o su madre… al fin y al cabo eso de reorganizarse uno la vida entera porque se le haya aparecido un espectro no deja de ser un poco rarito. Lo que ya no es retórica barroca sobre la muerte, el sueño y todo lo demás es el momento en que Hamlet entiende que sólo mediante su entero compromiso modal con el espectro podrá propiamente ser, mientras que cualquier otra componenda, así lo entiende él, le conducirá inevitablemente a la más completa inanidad, a ser una bestia nada más, o a no ser ya que nos ponemos groseros.
Habrá quien quiera ver en esto algo de la vieja cuestión de la existencia auténtica que planteara Heidegger. Hay que descartar de plano cualquier relación en la medida en que la cuestión no es si aquello a lo que se consagra Hamlet es más o menos auténtico y expresa por ello sabe dios qué angelical esencia –sin contar con que nada hay de especialmente más auténtico en consagrarse al espíritu de su padre que a la concupiscencia de Ofelia, sin ir más lejos-. El drama, por tanto, no es el derivado de contraponer lo auténtico y lo inauténtico o espurio, sino el que surge de tener que comprometerse con una única dimensión del ser, con un único juego de lenguaje enajenándose de la policontexturalidad que nos hace tratables e inteligentes, puesto que la inteligencia y la civilización misma, ya que nos ponemos, tiene mucho que ver con la transcomputabilidad, con la capacidad de traducir de un modo a otro, de ponerse en la piel de otro, pugnando por poner entre paréntesis la centralidad y el monopolio del juego de lenguaje que eventualmente se nos haya hecho hegemónico.





Otra lectura de la apasionante monocontexturalidad de Hamlet sería la propuesta de carácter ético que hiciera el joven Luckacs en 1910, en cuyos Diarios se puede leer que “sería un imperativo de la ética que viviéramos sólo en el nivel del estado de animo de más alto rango que hayamos experimentado jamás (aunque fuese siquiera como una posibilidad), mejor dicho, en una prolongación hasta el infinito de ese nivel… aquella situación constituye el verdadero contenido de la vida (el yo para sí) y lo restante el mero fenómeno” , el resto es silencio, o dispersión o la vida de hombre entero
Este imperativo de la ética tiene todo el aspecto de un imperativo ontológico, que transforme lo posible en necesario, decantando las posibilidades, las situaciones o los estados de animo, en modos de relación articulados operacionalmente.
Eso sí, para todos nosotros a los que no se nos ha aparecido ningún espectro, carece de sentido plantearnos que nos corresponda una sola de esas posibilidades o modos de relación. La crisis de la modernidad ha sido también la crisis de los sujetos hechos de un solo bloque, parece que todos podamos aspirar, en parte como corolarios que somos del capitalismo de diseño y consumo especializado, a unas subjetividades complejas en las que se traman varias posibilidades modales. Lo extremadamente vigente de las posiciones de Lukács es precisamente el imperativo de vivir según esas posibilidades y para ellas. “Aquel instante en que fui yo constituye efectivamente la vida, la vida auténtica, la vida plena” aunque en realidad no podamos dejar de recalificar esa atribución del instante, como “el instante en que fui yo” en términos modales como “el instante en que viví a la altura de determinados óptimos modales con los cuales me es extremadamente fértil acoplarme” . Claro que ahí se esconde otro de los grandes desfases que sentimos respecto al jovencísimo y algo heideggeriano Lukács: para nosotros no cabe pensar en un Yo para sí, sino que parecería que son los modos de relación mismos, los haces de posibilidades en los que vivimos los que cuentan con una verdadera autonomía. El mismo Lukács, sólo un par de páginas más adelante en su Diario:”No hay en mi una verdadera grandeza que descanse en sí misma, que proceda de sí misma, requiere continua confirmación” .
Diríase que Lukács está aquí reconociendo, aun como fallo, la dimensión irrenunciablemente social de la antropomorfización …

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