lunes, 5 de julio de 2010

De la fragmentación y la experiencia

El futuro es un invento, que sea instituido o instituyente dependerá en parte de la noción de experiencia de la que nos dotemos.


Lo dicho, el futuro, lo toméis como lo toméis, es un invento. Y lo es en casi todos los sentidos en los que tal palabra puede plantearse, puesto que un invento -etimológicamente- es algo que nos llega, que se nos viene encima y por supuesto, también algo que nosotros u otros podemos construir, hacer que suceda. Por eso la clave está es saber que el futuro puede ser un buen invento, si lo inventamos entre todos y nos acoplamos bien con él, o un mal invento si nos lo inventan otros – o lo inventa a su medida el sistema de relaciones de producción hegemónico- y nos lo echan encima por mal que nos parezca.
Este dilema, el que establece la tensión irresoluble entre lo instituido y lo instituyente puede rastrearse en la filosofía política, la filosofía del derecho y por supuesto en el ámbito de la estética. En este dominio, desde las primeras vanguardias y de modo prácticamente ininterrumpido hasta hoy se ha postulado la necesidad de que tanto lo estético como lo artístico deje de ser un invento instituido y ajeno al despliegue de nuestra vida, de modo que se conciba como elemento fundamental y constituyente de nuestra experiencia. Ya Dewey en 1934 recurrió a ese procomún constituido por nuestras experiencias para intentar construir una estética basada en ellas. Con ello se insertaba, quizás sin quererlo del todo, en una línea de tiempo que desde los improvisados cabarets de los dadaístas a la construcción de situaciones vindicada por la IS, parece haber convertido esa misma noción de experiencia en una de las palabras claves del futuro de lo estético; poniendo de manifiesto que sólo como experiencia, es decir, de un modo situado, in-corporado, cabe pensar y hacer fluir la sensibilidad. Ahora bien, la noción de experiencia no siempre ha significado lo mismo ni siempre ha tenido la misma carga que quizás ahora pueda estar teniendo. De hecho igual que se ha hablado de un proceso de estatización, podemos hablar de una expansión inmoderada de la centralidad de la idea de experiencia. Para elucidar el futuro de lo estético, por tanto, bueno será que indaguemos en las vicisitudes del concepto de experiencia.






De cómo la experiencia ha pasado de ser un medio homogéneo e internamente solidario a convertirse en un pobre agregado de fragmentos vendido al por mayor.

Algunos de los gurús económicos de los 90,s –como Joseph Pine- tuvieron buen cuidado en asegurarse su lugar al abrasador sol de las modas gerenciales, proclamando que del mismo modo que a la economía agraria y pastoril basada en las cosas, le había sucedido, con el primer capitalismo, una economía de los productos y que a ésta le había sucedido, ya en un capitalismo más desarrollado, una economía de los servicios… se estaría dando ahora una transición hacia una economía de la experiencia. Según Pine, los consumidores ya no nos conformamos con tener acceso a productos o a servicios; lo que queremos –como locos- son experiencias. Y sólo las empresas que nos las proporcionen “meticulosamente ingenierizadas hasta en su último detalle” y asesoradas por él, podrán sobrevivir… y hacer caja del modo más jugoso. Por eso dice Pine, un puñado de granos de café en tanto cosa material que ha cultivado un campesino no cuesta más que unos 3 o 4 céntimos de dólar. Cuando lo tostamos y lo envasamos, cuando lo convertimos en producto ya cuesta sus buenos 50 céntimos. Cuando lo convertimos en servicio, al tomarlo en una cafetería cualquiera, cuesta un dólar y cuando lo convertimos, por fin, en experiencia y lo tomamos en un Starbucks pagamos muy a gusto 4 o 5 dólares por él. Ese incremento de precios expresa objetivamente (risas) la evolución del capitalismo y ese diferencial da una idea de cual puede ser el precio de la experiencia.
Para estudiar en qué puede consistir esto de la experiencia, el ejemplo que Joseph Pine, Tim Brown y otros entusiastas del capitalismo experiencial ponen una y otra vez es nada menos que Disneylandia: bien es cierto –dicen- que la comida es intragable, las colas larguísimas y el alojamiento un horror… pero con todo les parece indiscutible que visitar Disneylandia es una de las experiencias fundamentales de toda vida familiar. A todo esto, es bien posible que aquí ya no estemos hablando del mismo orden de experiencia que la que el pensamiento estético vanguardista ha estado pugnando por establecer. A no ser que los dadaístas, los fluxus y los situacionistas fueran agentes encubiertos del mismísimo Walt Disney, habrá que pensar cuales son las características de esos diferentes ordenes de experiencia y qué las distingue. O mejor, habrá que indagar qué le puede haber pasado a la noción de experiencia para poder ser utilizada sin rubor para aludir a lo que le pasa a una familia de clase media cuando visita Disneylandia... para ello podemos empezar revisando los escritos de uno de los ensayistas que ya en los años 30 señalaron ciertos síntomas de crisis que hacían que la experiencia ya no fuera lo que había venido siendo.

Así Walter Benjamín que en 1933, en su texto Pobreza y experiencia, cuenta cómo los hombres han vuelto de los campos de batalla de la 1ª Guerra Mundial no enriquecidos con la “experiencia” sino mudos e incapaces de contar nada. No era extraño, dice Benjamín: una generación que había ido al colegio en un tranvía tirado por caballos se encontró de repente con su quebradizo cuerpo en medio de un campo de explosiones y corrientes destructivas.
Lejos, muy lejos, quedaba aquel tiempo en que uno se iba de viaje, Goethe a Italia por ejemplo, y volvía cargado no sólo de cosas que contar, sino también y fundamentalmente de experiencias, que lo eran en tanto que se engarzaban y completaban una gramática cultural compacta y coherente, un repertorio de posibilidades que se postulaban constitutivas de lo que suponía ser humano.
¿Qué diferencia hay pues entre el viaje a Italia de Goethe y el de un turista del siglo XXI? ¿qué diferencia entre la experiencia de la guerra que tiene Tolstoi y la que tuvieron los mudos combatientes de la 1ª o la 2ª GM?
La experiencia en Goethe tiene como uno de sus rasgos más sobresalientes el constituirse como un contínuo, un conjunto coherente e internamente solidario, una colección de elementos cercana a lo orgánico, que se acopla y continua – así sea de modo crítico- con una tradición, una cultura clásica que le da base y perspectiva. Por eso, dice Goethe “todo lo que el hombre se dispone a hacer, ya sea fruto de la acción o la palabra, tiene que nacer de la totalidad de sus fuerzas unificadas; todo lo aislado –sostiene Goethe- es recusable” . Para la noción clásica de experiencia lo fragmentario será índice de lo condenable.
Pero esta era de la unidad, de las totalidades orgánicas estaba llamada a extinguirse –si es que alguna vez existió fuera de las olímpicas mentes de Goethe y Winckelmann.
El capitalismo se había ido encargando, tal y como mostró Marx al hablar de los cercamientos, de organizar la nueva sociedad a partir del expolio y fragmentación de las comunidades agrarias, cuyos pedazos se liquidarían o se volverían a animar a conveniencia del nuevo sistema de relaciones productivas y casi siempre de modo desgajado y despojado de potencia instituyente. Otro tanto hará el capitalismo con los cuerpos tanto de sus trabajadores como de sus soldados. Tanto la producción como la destrucción se organizarán industrialmente al modo fordista o taylorista, desde la fragmentación y la recomposición parcial y selectiva de esos fragmentos de las comunidades y los cuerpos. En términos clásicos ya no habrá ni sociedad, ni cuerpo productivo, ni cuerpo combatiente, sólo fragmentos, añicos de aquello que alguna vez acaso fue.
De hecho el mayor de los miedos que tenían los combatientes no era el miedo a la muerte o las heridas, al fin y al cabo parte de su cotidianeidad, sino el miedo a ser mutilados o triturados, despedazados por los proyectiles o las explosiones, a ser fragmentados más allá del nivel en que es concebible cualquier posibilidad de reorganización de la experiencia y el cuerpo. No era vano ese miedo, puesto que el 80% de las bajas en ambas guerras fueron –efectivamente- los muertos y heridos “por fragmentación”, deshechos por artillería de largo alcance, morteros o granadas.
El fin de la posibilidad de la experiencia sucede entonces del mismo modo que el de los cuerpos: por fragmentación, por la descomposición de las unidades de sentido mínimas de las que nos habíamos dotado.
También el fin de los ejércitos mismos se pensará ya no tanto a través de su aniquilación total como de su fragmentación. La teoría operacional soviética –acaso el pensamiento estratégico más desarrollado y lúcido del siglo XX- se centrará en pensar las batallas de profundidad necesarias para penetrar (deep, close and rear) quebrar las comunicaciones y socavar las bases de un ejército, descomponiéndolo de modo que deje de serlo y se convierta en un informe mosaico, en un vidrio roto cuyos fragmentos ya no pueden volver a recomponerse. Algo parecido, por cierto, a lo que han hecho los israelíes en Cisjordania.


¿Cómo hacer para asumir esa condición fragmentaria y construir desde ahí algo cercano a una vida digna e inteligente?

Traicionemos, traicionemos al pensamiento traidor.
(Samuel Beckett, Molloy )



¿Qué es lo que hace un ejército cuando ha sido consistente y sistemáticamente penetrado, socavado y fragmentado? Si intenta volver a reagruparse y lo hace a través de las vías de comunicación y de las jerarquías que tenía establecidas seguramente caerá en una trampa de la que no podrá salir. Precisamente esas vías y esas jerarquías son las que el enemigo habrá tenido mayor cuidado de minar e inutilizar…
La única opción, seguramente, que le queda es la de asumir parcialmente su condición fragmentaria, redefinirse en una nueva escala y reacoplarse con el paisaje adecuado a esa escala: convertirse en partisanos, en guerrilla. De ese modo su acción se centrará en identificar y atacar las líneas de aprovisionamiento y comunicación del ejército enemigo, de aquel que lo ha fragmentado. Diríase que lo que hace una guerrilla –y no puede hacer otra cosa- es fragmentar al fragmentador.

Por eso Benjamín en su pequeño ensayo sobre la pobreza y la experiencia concluye –y en eso sigue, como en tantas otras cosas, al Luckacs de los años 20- que el fragmentado, el mutilado –y todos lo somos bajo el capitalismo- no puede ya seguir funcionando como si fuera el mismísimo Goethe camino de Nápoles, sino saberse y redefinirse como pobre, como bárbaro dice Benjamin y proceder –en palabras ahora de Luckacs- “conscientemente por el camino del desgarramiento y la fragmentación”. La totalidad –ya lo sabía Hegel- no será posible más que por restauración a partir de la separación suma, pero se tratará ahora de otro tipo de totalidad, de una totalidad un tanto frankensteiniana que ya no dará por sentado ningún tipo de orden inmutable, una totalidad que sabrá de su provisionalidad y sobre todo de su carácter y potencia instituyente, susceptible por tanto de instaurar las costumbres y de cambiarlas, de rehacer los sistemas de relaciones de las que somos tanto productores como productos.
Ese constructivismo radical compuesto a partir de la recuperación de nuestra materialidad relacional y de nuestra potencia instituyente, serán la base de toda estética futura. A no ser que queramos quedarnos a vivir en Disneylandia…




¿Cómo buscarle pelea a Mickey Mouse, más acá de lo ontológico, es decir, sabiendo que en realidad es un tipo disfrazado con un cabezón de peluche?

Según Joseph Pine, cuando cuenta en Europa sus propuestas para una economía de la experiencia y pone como ejemplo Disneylandia, se le recrimina que los americanos parecen especialmente proclives a dar por buenos simulacros como ese, que no son “experiencias reales”. Pine los desmiente con el gran argumento de que las experiencias al cabo son subjetivas, suceden desde cada cuerpo y ese carácter situado es lo que las define. Por lo demás no hay tal cosa como una naturaleza primigenia –dice Pine- que experimentar, por lo que es fútil rechazar Disneylandia por un supuesto carácter artificial que comparte con grandes jardines como Versalles, ciudades como Venecia o países enteros como Holanda.
Ahora bien en el juego del maniqueo tonto que despliega Pine no se da cuenta de otra línea de argumentación que a nosotros nos resulta mucho más inquietante. Se trata de la ingenierización de la experiencia que tanto Pine como Brown reclaman, es decir su resolución en una serie de acoplamientos tan previstos y cuidadosamente acotados como los que suceden en las playas cercadas de los resorts vacacionales. Es obvio que la experiencia de la que habla Pine ha sido fragmentada y vuelta a armar teniendo buen cuidado en que no quede ningún cabo suelto, ninguna disposición incómoda a la búsqueda de acoplamientos imprevistos, ningún área ciega donde puedan suceder encuentros extraños. Se trata de una experiencia a la que se la han amputado las posibilidades de lo instituyente y que por eso no merece ya el nombre de experiencia.





¿Cómo construir a base de los fragmentos que somos y los que encontramos un conjunto de modos de relación plural, abierto y sin embargo dotado de potencia crítica?


Toda gramática cultural se construye mediante un conjunto relativamente estable y coherente de objetos de conocimiento, de formas básicas de la sensibilidad o el deseo… cuando todos estos elementos funcionan de modo solidario y tienden a dar cuenta de lo que supone ser humano en unas circunstancias determinadas, decimos que constituyen “repertorialidad”.
Todo elemento repertorial existe sólo a través de su acoplamiento con las disposiciones concretas, situadas, que cada cuerpo a cada momento es capaz de desplegar.
Un sistema social, así sea un sistema de producción poética, un ejército o un individuo, está vivo cuando es capaz de ejecutar de modo generativo (no mecánico ni preestablecido) sucesivos acoplamientos entre sus disposiciones y los elementos repertoriales con los que le es dado contar. El gradiente de vida de ese sistema crece cuando quiera que el sistema en cuestión muestra la capacidad no sólo de ejecutar acoplamientos discretos de carácter generativo, sino también de producir modificaciones sobre los repertorios dados, redefiniéndolos en tensión con sus propias disposiciones -acaso infrautilizadas en las combinaciones repertoriales instituidas- y con el paisaje donde se encuentran y en el que ocasionalmente se enfrentan diferentes ordenes de acoplamiento.
Lo que este juego de conceptos define una es policontexturalidad, y no un completo relativismo. Esto es importante.
La policontexturalidad asume que inevitablemente –y más nos vale que así sea- va a haber una multiplicidad de lógicas de sentido, de razones operativas en un mismo paisaje. Asume que esas lógicas van a organizarse según diferentes repertorialidades, que ofrecerán diferentes grados de acoplamiento a diferentes sujetos disposicionales… Mediante esos diferentes acoplamientos modales obtendremos, por tanto, diferentes extensiones e intensiones del mundo, del que daremos cuenta en sentidos y direcciones diferentes…
Ahora bien, esto no supone admitir que “todo vale” o que todo vale lo mismo. Para empezar, la noción de repertorialidad introduce un insoslayable matiz sobre el nivel de exhaustividad con el que una gramática cultural determinada (un sistema poético, un arte marcial, una constitución política) da cuenta de las posibilidades de ser humano en un momento dado de nuestra historia: una poética como la del rasa hindú con sus ocho emociones básicas seguramente ofrezca una repertorialidad más completa que la poética del gangsta rap, por ejemplo. Seguramente y mediante su lento despliegue el gangsta vaya generando matices repertoriales que ofrezcan acoplamiento a disposiciones diferentes de las que ahora encuentran acomodo, o bien puede suceder que el gangsta como poética se integre en un sistema modal más amplio, el del hip hop en su conjunto por ejemplo, que sí ofrezca esta repertorialidad más amplia.
En cualquier caso, lo que nos parece relevante es que mediante la noción de repertorialidad tenemos una herramienta abierta de comparación y discusión –en los términos antropológicos que Marx sugiriera en su Sexta Tesis sobre Feuerbach- de diferentes gramáticas culturales.
Otro elemento de indudable calado crítico es el que nos aporta la noción de “desacoplamiento relativo” o su inversa de “hiperacoplamiento”. Veámoslas.
Dada una repertorialidad cualquiera, un sistema objetual o un léxico cualquiera, es inevitable que se generen acoplamientos con los diferentes agentes que entren en relación con el mismo. No olvidemos que esos agentes no pueden ni siquiera concebirse fuera del acoplamiento con una o más repertorialidades y que las repertorialidades necesitan a su vez de agentes disposicionales que se acoplen con ellas para existir. Pues bien, en cualquiera de estos acoplamientos lo más normal es que haya disposiciones del agente que queden desocupadas, funciones posibles que no hayan sido saturadas. Igualmente es muy posible que haya elementos, objetos de esa repertorialidad para los que no encontremos acoplamiento, que acaso no sepamos descodificar y que por tanto queden como en la reserva.
Ese relativo desacoplamiento, ese encaje incompleto de sujetos y objetos, por el cual quedan tanto disposiciones como elementos repertoriales “sueltos”, no actualizados o definidos genera un relativo malestar en la cultura modal en que habitamos, una inquietud, una necesidad de mover esas disposiciones ociosas y de encontrar un acoplamiento acaso imprevisto o desviado para esos elementos repertoriales que habían quedado en reserva. Es muy posible que de esos relativos desacoplamientos y de las redefiniciones modales que producen surjan nuevas composiciones repertoriales, nuevos modos de relación o bien que se actualicen y afinen los ya existentes.
Por el contrario, cuando lo que se produce es un acoplamiento tan perfecto que no queda clavija alguna suelta, entonces parece que el sistema modal en cuestión se acerca a la extinción o mejor dicho a la más completa y aburrida esterilidad. Se hace difícil evitar pensar en Suiza, las sociedades escandinavas o en Disneylandia sin ir más lejos al hablar de estos hiperacoplamientos donde todo sucede para que nada suceda. De aquí la mala fama, en general, de la felicidad, de cierta felicidad un tanto ñoña que se obtiene a base de cegar las grietas, los desacoplamientos que –en última instancia- nos permiten ser instituyentes.
De eso se trata precisamente. Tampoco se trata de convertirnos todos en existencialistas o cowboys desacoplados galopando solitarios por el desierto. La medida en que cualquier desacoplamiento resulta fértil es la medida en que nos permite desplegar nuestras potencias instituyentes, nuestra capacidad para organizar nuestro entorno y nuestras vidas con la máxima autonomía. Y ahí te quiero ver.